Desposorio de San José con la Virgen María

24 de diciembre:
El casto desposorio de San José y María Santísima
Monseñor João Clá Dias
Tomado de la obra, San José ¿Quién lo conoce?, pp. 79-85

Hacia el final de su permanencia en Jerusalén, la Virgen se quedó huérfana de padre y madre.

San Joaquín y Santa Ana eran ya ancianos cuando María fue concebida de forma completamente milagrosa. Por eso, al llevarla al Templo para consagrarla al servicio del Señor, expusieron al sumo sacerdote su preocupación de que la pequeña se quedara desprotegida cuando ellos faltaran. La dejaron entonces bajo la tutela del sacerdote Simeón, en quien los virtuosos esposos habían depositado su confianza.

También Ana, la hija de Fanuel (Lc 2, 36-37), asumió el cuidado de María durante la ausencia de los padres.

Era tanta la santidad de María que Simeón y Ana, al convivir con Ella en el Templo, se quedaban siempre más que maravillados. Aquella Niña tan pura y llena de luz ¿no sería la Virgen profetizada por Isaías, de la que debía nacer el Mesías? Esta intuición que tenían, parecía confirmarse cada día.

Al llegar, junto con otras jóvenes del Templo, a los quince años, la edad considerada núbil, lo propio era darlas en matrimonio a varones que fuesen idóneos. Ante esta perspectiva, Nuestra Señora conservó la paz de alma, pues una moción interior de la gracia le había garantizado que su virginidad sería preservada.[1] Con todo, ante la duda sobre quién sería el elegido para convertirse en su esposo, rezaba con fervor a Dios, pidiendo que la liberara de ser entregada a alguien indigno.

La señal de la Providencia
Siguiendo la costumbre de la época, Simeón propuso al sumo sacerdote que, al ser María huérfana, su esposo fuera escogido directamente por la Providencia.[2]

Temía, entre otras cosas, que otros sacerdotes menos fervorosos propusieran para consorte de María un hombre importante o rico, pero de hábitos corrompidos. El sumo sacerdote aceptó la sugerencia de Simeón y mandó convocar a pretendientes de buena estirpe y vinculados al Templo, para pedir a Dios que mostrase cuál era su voluntad mediante una señal clara.

Entre los diversos candidatos se encontraba San José, a quien Simeón conocía bien por su pureza de costumbres y por su santa indignación ante la decade cia del pueblo. Siendo de la Casa de David y el heredero al trono, las profecías parecían indicarlo como un varón providencial, estrechamente unido a la venida del Mesías.

Avisado por el mensajero del Templo, San José se preparó para el viaje con toda diligencia. Tenía entonces veintiocho años. Durante el recorrido de Nazaret a Jerusalén, soñó que un Ángel se le aparecía y ponía en sus manos una paloma blanca, pidiendo que custodiase su pureza. Al despertar, San José se sentía colmado de consuelo.

En el día indicado, se reunieron en el atrio del Templo todos los pretendientes. Simeón, con mucha solemnidad, les explicó la necesidad de recogerse a fin de rogar a Dios que les asistiera desde lo alto de los Cielos enviando una señal. Después pidió que se acercaran y que cada uno apoyase su bastón a los pies del altar de bronce situado en el atrio del Tabernáculo. Se acercaron uno a uno, pero no sucedió nada.

Simeón, viendo a José inmóvil y discretamente situado en el fondo, se dirigió hacia él y le dijo: «¿Por qué no colocas tu cayado? Precisamos encontrar un esposo para María». Al escuchar ese nombre, San José se acordó de la voz interior que había escuchado en la sinagoga de Belén, cuando le fue mostrada la Virgen elegida por Dios y anunciado que tendría por nombre María. ¿Quién sería esta dama?

San José avanzó hacia el altar, resuelto y con gesto serio. Cuando apoyó su bastón, de un extremo brotaron tres bellísimos lirios, y una paloma de blancura inmaculada se posó sobre él. Se había producido la señal: el Señor lo había escogido para recibir a María como Esposa.

Y pocos días después, al encontrarse en privado con María, los dos, guiados por el Espíritu Santo, prometieron guardar castidad completa. Ambos se prometieron mutuamente guardar la virginidad, como ya se la habían ofrecido a Dios. Para San José no fue ninguna sorpresa que María le manifestara su intención de conservarse íntegra y pura, pues en el momento en que la saludó, después del florecimiento de los lirios, intuyó que iba a ser así.

De esta manera una enorme perplejidad se resolvió para San José. ¡Qué reposo para su alma! Era la luz al final del túnel de la prueba… ¡y qué luz!

El rito matrimonial
A la vista de una señal tan maravillosa y patente, el sumo sacerdote dio su consentimiento al matrimonio entre María y José. Era necesario, pues, realizar los trámites tradicionales con toda precisión, y el propio Simeón se dispuso a ayudar en el asunto.

San José tenía que elaborar un contrato matrimonial con diversas cláusulas que estipulaba la Ley para presentarlo a Nuestra Señora al terminar el primer rito del matrimonio, el de los esponsales,[3] que los judíos solían celebrar ante dos testigos, por lo menos. En esta ceremonia, el esposo entregaba como prenda cierta cantidad de dinero o una dádiva preciosa a la esposa, diciéndole: «Mira, tú me has sido consagrada por medio de este don, según la Ley de Moisés y de Israel».[4] Con este acto quedaba sellado el carácter sagrado del matrimonio, pero los cónyuges aún no vivían bajo el mismo techo.

Para aquella ocasión, San José encargó la confección de una diadema con joyas que conservaba de su familia y otras que había adquirido, a fin de ofrecérsela a Nuestra Señora. Un orfebre de Jerusalén la elaboró con gran habilidad y en poco tiempo.

En el mismo día de la celebración de los esponsales, después de las oraciones que pronunció Simeón, San José quiso imponer esa tiara sobre la frente de Nuestra Señora, pues ya la consideraba como su Reina y deseaba prestarle la reverencia de un auténtico vasallo. María, al constatar la calidad de la joya, le pareció que era muy superior a sus merecimientos, pero se quedó encantada al contemplar en esa pieza un reflejo de la nobleza de alma de San José. Terminado el rito, ambos se quedaron largo tiempo en oración, acompañados por Simeón y Ana, sus dos testigos.

San José, que no veía conveniente fijar su residencia en Jerusalén, por miedo a que descubrieran su ascendencia davídica y atrajese así la cólera de Herodes, partió hacia Nazaret a fin de preparar su casa para recibir a María. Era necesario hacer algunas pequeñas reformas, para adecuar bien las habitaciones, de modo que Nuestra Señora se pudiera instalar con todo el recato y privacidad propios a su condición de esposa virgen. Durante este periodo, ella permaneció en la comunidad de las doncellas.

NOTAS
1) María Santísima se había consagrado a Dios con perfecto abandono de su voluntad, y por eso aceptó desposarse con San José, consumando su voto de virginidad perpetua con él, según afirma Santo Tomás: «La virginidad debió estar en gran aprecio principalmente en la Madre de Dios. […] Y por eso fue conveniente que su virginidad estuviera consagrada a Dios por medio de un voto. Sin embargo, al ser conveniente que, en tiempo de la Ley, tanto las mujeres como los hombres se aplicasen a la procreación, porque el culto de Dios se propagaba según el nacimiento carnal antes de que naciese Cristo de aquel pueblo, no es creíble que la Madre de Dios, antes de desposarse con José, haya hecho voto absoluto de virginidad, aunque lo deseara, abandonando su voluntad a los designios divinos sobre este asunto. Mas después, una vez que tomó esposo, conforme lo exigían las costumbres de aquellos tiempos, hizo junto con él voto de virginidad» (SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma de Teología. III, q.28, a.4). Y, más adelante, el mismo Doctor Angélico añade: «Debemos creer que la Santísima Virgen Madre de Dios, movida por un instinto del Espíritu Santo, con el que estaba familiarizada, quiso desposarse, confiando en que, con la ayuda de Dios, nunca llegaría a la unión carnal. Y eso lo dejó a la voluntad divina. Por lo que su virginidad no sufrió detrimento alguno» (Idem, q.29, a.1, ad 1).
2) Era tradición que el sumo sacerdote consultara la voluntad divina con el uso del urim y del tumim, unas de las piedras preciosas incrustadas en el pectoral sacerdotal, sobrepuesto al efod, de acuerdo con el precepto dado por el mismo Dios al instituir, por medio de Moisés, la estirpe sacerdotal en Aarón: «En el pectoral de las suertes, pondrás los urim y los tumim, que estarán sobre el corazón de Aarón cuando se presente ante el Señor. Llevará, pues, Aarón constantemente sobre su corazón, en presencia del Señor, las suertes de los hijos de Israel» (Ex 28, 30). Según la costumbre, el sacerdote, en oración y vuelto hacia el Arca de la Alianza, veía los reflejos de las piedras y con una combinación descifraba la respuesta divina. Hay otros pasajes del Antiguo Testamento, incluso después del exilio de Babilonia, que también los mencionan, como, por ejemplo: «Que se presente al sacerdote Eleazar y que éste consulte acerca de él al Señor, según el rito de los urim. A las órdenes de él saldrán y a las órdenes de él entrarán todos los hijos de Israel, toda la comunidad» (Núm 27, 21); «El gobernador les prohibió comer alimentos sagrados hasta que se presentase un sacerdote para consultar los urim y los tumim» (Esd 2, 63; Neh 7, 65).
3) Este primer rito, llamado Kidduschin, que quiere decir «santificación», era una celebración para oficializar el mutuo consentimiento de los contrayentes, donde el esposo asumía su compromiso con la esposa, regalándole algún objeto de valor. Se redactaba un documento, el Ketubbah, que sellaba aquel vínculo matrimonial (cf. MIELZINER, Moses. The Jewish Law of Marriage and Divorce in Ancient and Modern Times, and its Relation to the Law of the State. Cincinnati: Bloch, 1884, p. 75-81; 85-89).
4) Idem, p. 79.
5) En hebreo, Nissu’in. Era el segundo acto de la ceremonia religiosa de matrimonio, que se realizaba mediando un intervalo, después del Kidduschin, en presencia de los testigos, de los amigos y del sacerdote autorizado a solemnizar el acto (cf. Idem, p. 82-85).
6) Éstas eran las bendiciones establecidas por el Ritual de la Ley, llamadas Berchoth Nissu’in, o Bendiciones Nupciales, que se referían al origen divino del matrimonio e invocaban a Dios para que bendijera a los nuevos esposos (cf. Idem, p. 84).
7) En hebreo Chuppâh, era un baldaquino nupcial bajo el que se realizaba la ceremonia religiosa y que simbolizaba la vida común de los esposos bajo el mismo techo (cf. Idem, p. 83).


Volvieron los hombres a sus casas y el joven se retiró al monte Carmelo, junto con los sacerdotes que vivían allí desde el tiempo de Elías, quedándose con ellos y orando continuamente por el cumplimiento de la Promesa.

Luego vi a los sacerdotes del Templo buscando nuevamente en los registros de las familias, si quedaba algún descendiente de la familia de David que no hubiese sido llamado.

Hallaron la indicación de seis hermanos que habitaban en Belén, uno de los cuales era desconocido y andaba ausente desde hacía tiempo. Buscaron el domicilio de José, descubriéndolo a poca distancia de Samaria, en un lugar situado cerca de un riachuelo. Habitaba a la orilla del río y trabajaba bajo las órdenes de un carpintero.

Obedeciendo a las órdenes del Sumo Sacerdote, acudió José a Jerusalén y se presentó en el Templo. Mientras oraban y ofrecían sacrificio pusiéronle también en las manos una vara, y en el momento en que él se disponía a dejarla sobre el altar, delante del Santo de los Santos, brotó de la vara una flor blanca,semejante a una azucena; y pude ver una aparición luminosa bajar sobre él: era como si en ese momento José hubiese recibido al Espíritu Santo. Así se supo que éste era el hombre designado por Dios para ser prometido de María Santísima, y los sacerdotes lo presentaron a María, en presencia de su madre. María,resignada a la voluntad de Dios, lo aceptó humildemente, sabiendo que Dios todo lo podía, puesto que Él había recibido su voto de pertenecer sólo a Él.

Ceremonia nupcial
Las bodas de María y José, que duraron de seis a siete días, fueron celebradas en Jerusalén en una casa situada cerca de la montaña de Sión que se alquilaba a menudo para ocasiones semejantes.

Además de las maestras y compañeras de María de la escuela del Templo, asistieron muchos parientes de Joaquín y de Ana, entre otros un matrimonio de Gofna con dos hijas. Las bodas fueron solemnes y suntuosas, y se ofrecieron e inmolaron muchos corderos como sacrificio en el Templo.

He podido ver muy bien a María con su vestido nupcial. Llevaba una túnica muy amplia abierta por delante,con anchas mangas. Era de fondo azul, con grandes rosas rojas, blancas y amarillas, mezcladas de hojas verdes, al modo de las ricas casullas de los tiempos antiguos. El borde inferior estaba adornado con flecos y borlas.Encima del traje llevaba un manto celeste parecido a un gran paño. Además de este manto, las mujeres judías solían llevar en ciertas ocasiones algo así como un abrigo de duelo con mangas. El manto de María caíale sobre los hombros volviendo hacia adelante por ambos lados y terminando en una cola. Llevaba en la mano izquierda una pequeña corona de rosas blancas y rojas de seda; en la derecha tenía, a modo de cetro, un hermoso candelero de oro sin pie, con una pequeña bandeja sobrepuesta, en el que ardía algo que producía una llama blanquecina. Ana había traído el vestido de boda, y María, en su humildad, no quería ponérselo después de los esponsales.

Las jóvenes del Templo arreglaron el cabello de María, terminando el tocado en muy breve tiempo. Sus cabellos fueron ajustados en torno a la cabeza, de la cual colgaba un velo blanco que caía por debajo de los hombros. Sobre este velo le fue puesta una corona. Es rubia la cabellera de María era abundante, de color rubio de oro, cejas negras y altas, grandes ojos de párpados habitualmente entornados con largas pestañas negras, nariz de bella forma un poco alargada, boca noble y graciosa, y fino mentón. Su estatura era mediana.Vestida con su hermoso traje, era su andar lleno de gracia, de decencia y de gravedad. Vistióse luego para la boda con otro atavío menos adornado, del cual poseo un pequeño trozo que guardo entre mis reliquias. Las personas acomodadas mudaban tres o cuatro veces sus vestidos durante las bodas. Llevó este traje listado en Caná y en otras ocasiones solemnes. A veces volvía a ponerse su vestido de bodas cuando iba al Templo. En ese traje de gala, María me recordaba a ciertas mujeres ilustres de otras épocas, por ejemplo a Santa Elena y a Santa Cunegunda, aunque distinguiéndose de ellas por el manto con que se envolvían las mujeres judías, más parecido al de las damas romanas. Había en Sión, en la vecindad del Cenáculo, algunas mujeres que preparaban hermosas telas de todas clases, según pude ver a propósito de sus vestidos.

José llevaba un traje largo, muy amplio, de color azul con mangas anchas y sujetas al costado por cordones. En torno al cuello tenía una esclavina parda o más bien una ancha estola, y en el pecho colgábanle dos tiras blancas. He visto todos los pormenores de los esponsales de María y José: la comida de boda y las demás solemnidades; pero he visto al mismo tiempo otras tantas cosas. Me encuentro tan enferma, tan molesta de mil diversas formas, que no me atrevo a decir más para no introducir confusión en estos relatos.

XXVI El anillo nupcial de María
He visto que el anillo nupcial de María no es de oro ni de plata ni de otro metal. Tiene un color sombrío con reflejos cambiantes. No es tampoco un pequeño círculo delgado, sino bastante grueso como un dedo de ancho. Lo vi todo liso, aunque llevaba incrustados pequeños triángulos regulares en los cuales había letras.

Vi que estaba bien guardado bajo muchas cerraduras en una hermosa iglesia. Hay personas piadosas que antes de celebrar sus bodas tocan esta reliquia preciosa con sus alianzas matrimoniales. En estos últimos días he sabido muchos detalles relativos a la historia del anillo nupcial de María; pero no puedo relatarlo en el orden debido. He visto una fiesta en una ciudad de Italia (Perusa) donde se conserva este anillo. Estaba expuesto en una especie de viril, encima del tabernáculo. Había allí un gran altar embellecido con adornos de plata. Mucha gente llevaba sus anillos para hacerlos tocar en la custodia.

Durante esta fiesta he visto aparecer de ambosl ados del altar del anillo, a María y a José con sus trajes de bodas. Me pareció que José colocaba el anillo en el dedo de María. En aquel momento vi el anillo todo luminoso, como en movimiento. A la izquierda y a la derecha del altar, vi otros dos altares, los cuales probablemente no se hallaban en la misma iglesia; pero me fueron mostrados allí en esta visión.Sobre el altar de la derecha se hallaba una imagen del Ecce Homo, que un piadoso magistrado romano, amigo de San Pedro, había recibido milagrosamente. Sobre el altar de la izquierda estaba una de las mortajas de Nuestro Señor.Terminadas las bodas, se volvió Ana a Nazaret, y María partió también en compañía de varias vírgenes que habían dejado el Templo al mismo tiempo que ella. No sé hasta dónde acompañaron a María: sólo recuerdo que el primer sitio donde se detuvieron para pasar la noche fue la escuela de Levitas de Bet-Horon. María hacía el viaje a pie. Después de las bodas, José había ido a Belén para ordenar algunos asuntos de familia.Más tarde se trasladó a Nazaret.

XXVII La casa de Nazaret
He visto una fiesta en la casa de Santa Ana. Vi allí a seis huéspedes, sin contar a los familiares de la casa, ya algunos niños reunidos con José y María en torno de una mesa, sobre la cual había vasos. La Virgen tenía un manto con flores rojas, azules y blancas, como se ve en las antiguas casullas. Llevaba un velo transparente y por encima otro negro. Esta parecía una continuación de la fiesta de bodas.

Mi guía me llevó a la casa de Santa Ana, que reconocí enseguida con todos sus detalles. No encontré allí a José ni a María. Vi que Santa Ana se disponía a ir a Nazaret, donde habitaba ahora la Sagrada Familia. Llevaba bajo el brazo un envoltorio para María. Para ir a Nazaret tuvo que atravesar una llanura y luego un bosquecillo, delante de una altura. Yo seguí el mismo camino. He visto a Ana visitando a María y entregarle lo que había traído para ella, volviéndose luego a su casa. María lloró mucho y acompañó a su santa madre un trozo de camino. Vi a San José frente a la casa en un sitio algo apartado.

La casita de Nazaret, que Ana había preparado para María y José, pertenecía a Santa Ana. Ella podía, desde su casa, llegar allí sin ser observada, por caminos extraviados, en media hora de camino.

La casa de José no estaba muy lejos de la puerta de la ciudad y no era tan grande como la de Santa Ana. Había en la vecindad un pozo cuadrangular al cual se bajaba por algunas escaleras. Delante de la casa había un pequeño patio cuadrado. Estaba sobre una colinita, no edificada ni cavada, sino que estaba separada de la colina por la parte de atrás, y a la cual conducía un sendero angosto abierto en la misma roca. En la parte posterior tenía una abertura por arriba, en forma de ventana, que miraba a lo alto de la colina. Había bastante oscuridad detrás de la casa. La parte posterior de la casita era triangular y era más elevada que la anterior. La parte baja estaba cavada en la piedra; la parte alta era de materiales livianos.

En la parte posterior estaba el dormitorio de María: allí tuvo lugar la Anunciación del Ángel. Esta habitación tenía forma semicircular debido a los tabiques de juncos entretejidos groseramente, que cubrían las paredes posteriores en lugar de los biombos livianos que se usaban. Los tabiques que cubrían las paredes tenían dibujos de varias formas y colores. El lecho de María estaba en el lado derecho; detrás de un tabique entretejido. En la parte izquierda estaba el armario y la pequeña mesa con el escabel: era éste el lugar de oración de María. La parte posterior de la casa estaba separada del resto por el hogar, que era una pared en medio de la cual se levantaba una chimenea hasta el techo. Por la abertura del techo salía la chimenea, terminada en un pequeño tejadito. Más tarde he visto al final de esta chimenea dos pequeñas campanas colgadas.

A derecha e izquierda había dos puertas con tres escalones que iban a la alcoba de María. En las paredes del hogar había varios huecos abiertos con el menaje y otros objetos que aún veo en la casa de Loreto, Detrás dela chimenea había un tirante de cedro, al cual estaba adherida la pared del hogar con la chimenea. Desde este tirante, plantado verticalmente salía otro a través, a la mitad de la pared posterior, donde estaban metidos otros, por ambos lados. El color de estos maderos era azulado con adornos amarillos. A través de ellos se veía el techo, revestido interiormente de hojas y de esteras; en los ángulos había adornos de estrellas. La estrella del ángulo del medio era grande y parecía representar el lucero de la mañana. Más tarde he visto allí más número de estrellas. Sobre el tirante horizontal que salía de la chimenea e iba a la pared posterior por una abertura exterior, colgaba la lámpara. Debajo de la chimenea se veía otro tirante. El techo exterior no era en punta, sino plano, de modo que se podía caminar sobre él, pues estaba resguardado por un parapeto entorno de esa azotea.

Cuando la Virgen Santísima, después de la muerte de San José, dejó la casita de Nazaret y fue a vivir en las cercanías de Cafarnaúm, se empezó a adornar la casa, conservándola como un lugar sagrado de oración. María peregrinaba a menudo desde Cafarnaúm hasta allá, para visitar el lugar de la Encarnación y entregarse a la oración. Pedro y Juan, cuando iban a Palestina, solían visitar la casita para consagrar en ella, pues se había instalado un altar en el lugar donde había estado el hogar. El armarito que María había usado lo pusieron sobre la mesa del altar como a manera de tabernáculo.

de la visión de la Beata Ana Catalina Emmerich (fuente: eccechristianus.wordpress.com)