IMAGENES DE CORONACION DE LA VIRGEN MARIA
CORONACION DE MARIA SANTISIMA COMO REINA DEL UNIVERSO
La coronación de la Virgen como Reina y Señora del universo es la última piedra de los privilegios concedidos a Santa María. Era sobrenaturalmente lógico que la Madre de Dios, una vez asunta en cuerpo y alma a la gloria del Cielo, fuera ensalzada por la Santísima Trinidad por encima de los coros de los ángeles y de toda la jerarquía de los santos. Más que Tú, sólo Dios, exclama el pueblo cristiano.
Un salmo de especial relieve mesiánico canta la gloria del rey y, unida a él, la gloria de la reina.
Eres el más hermoso de los hijos de Adán,
en tus labios se ha derramado la gracia, pues Dios te ha bendecido para siempre
(...). Tu trono, ¡oh Dios!, es por siempre, sin fin; cetro de rectitud es el cetro de tu reino
(Sal 44 [45] 3-7).
Enseguida, el salmista se dirige a la reina.
Escucha, hija, y mira, presta tu oído, olvida tu pueblo y la casa de tu padre,
y el rey se prendará de tu belleza; él es tu señor, inclínate a él (...).
Radiante de gloria, la hija del rey enjoyada —de brocados de oro es su vestido,
con bordados de colores—, es conducida ante el rey.
Vírgenes, sus damas, forman su séquito (...),
son conducidas en medio de alegría y regocijo; entran en el palacio del rey (Ibid., 11-16).
La liturgia aplica este salmo a Cristo y a María en la gloria celestial. Esta interpretación se funda en algunos textos del Evangelio que se refieren explícitamente a la Virgen.
En la Anunciación, san Gabriel le revela que su Hijo reinará eternamente sobre la casa de Jacob y su reino no tendrá fin (Lc 1, 33). Va a ser madre de un hijo que, en el mismo instante de su concepción como hombre, es Rey y Señor de todas las cosas;
Ella, que lo dará a luz, participa de su realeza. Lo mismo afirma santa Isabel, que, iluminada por el Espíritu Santo, confiesa en voz alta: ¿De dónde a mí tanto bien, que venga la Madre de mi Señor a visitarme? (Lc 1, 43).
También san Juan evangelista, en una gran visión del Apocalipsis, describe a una mujer vestida de sol, la luna a sus pies, y sobre su cabeza una corona de doce estrellas (Ap 12, 1). Según la liturgia y la tradición de la Iglesia, esa mujer es María, vencedora con Cristo sobre el dragón infernal y entronizada como Reina del universo.
La realeza de María es una verdad consoladora para todos los hombres, especialmente cuando nos sentimos merecedores del castigo divino, como justa pena de los pecados. El pueblo cristiano confesó siempre esta suprema gloria de María, partícipe de la realeza de Cristo. Como Él, la tiene por nacimiento (es la madre del Rey) y por derecho de conquista (es su fiel compañera en la redención). En sus manos ha puesto el Señor los méritos sobreabundantes que ganó con su muerte en la Cruz, para que los distribuya según la Voluntad de Dios.
La Iglesia invita a recurrir a Ella, nuestra Madre y nuestra Reina, en todas nuestras necesidades. Ser Madre de Dios y Madre de los hombres es el fundamento sólido de la filial confianza en su intercesión poderosa, que nos conforta y nos impulsa a levantarnos de nuestras caídas.
Al finalizar estas meditaciones la invocamos con las palabras de una antigua oración: Salve, Regina, Mater misericordiæ; vita, dulcedo, spes nostra, salve! Dios te salve, Reina y Madre de misericordia... Ad te clamamus, exsules filii Evæ. Ad te suspiramus, gementes et flentes... Ponemos en Ella toda nuestra confianza, porque una madre escucha siempre las súplicas de sus hijos. Recordare, Virgo Mater Dei —le decimos—, dum steteris in conspectu Domini, ut loquaris pro nobis bona (cfr. Jr 18, 20). Ella habla siempre bien de nosotros delante del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, y alcanza del Señor las cosas buenas que necesitamos. Sobre todo, la gracia de la perseverancia final, que nos abrirá las puertas del Cielo: Ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén.
J.A. Loarte
La Coronación de la Virgen María
Textos de San Josemaría Escrivá de Balaguer
“No hay peligro de exagerar. Nunca profundizaremos bastante en este misterio inefable; nunca podremos agradecer suficientemente a Nuestra Madre esta familiaridad que nos ha dado con la Trinidad Beatísima” (San Josemaría, Amigos de Dios, 276).- Eres toda hermosa, y no hay en ti mancha. —Huerto cerrado eres, hermana mía, Esposa, huerto cerrado, fuente sellada. —Veni: coronaberis. —Ven: serás coronada. (Cant., 4, 7, 12 y 8.) Si tú y yo hubiéramos tenido poder, la hubiéramos hecho también Reina y Señora de todo lo creado.
Una gran señal apareció en el cielo: una mujer con corona de doce estrellas sobre su cabeza. —Vestido de sol. —La luna a sus pies. (Apoc., 12, 1.) María, Virgen sin mancilla, reparó la caída de Eva: y ha pisado, con su planta inmaculada, la cabeza del dragón infernal. Hija de Dios, Madre de Dios, Esposa de Dios.
El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo la coronan como Emperatriz que es del Universo.
Y le rinden pleitesía de vasallos los Angeles..., y los patriarcas y los profetas y los Apóstoles..., y los mártires y los confesores y las vírgenes y todos los santos..., y todos los pecadores y tú y yo.
Santo Rosario, 5º misterio
Es justo que el Padre y el Hijo y el Espíritu Santo coronen a la Virgen como Reina y Señora de todo lo creado.
—¡Aprovéchate de ese poder! y, con atrevimiento filial, únete a esa fiesta del Cielo. —Yo, a la Madre de Dios y Madre mía, la corono con mis miserias purificadas, porque no tengo piedras preciosas ni virtudes.
—¡Anímate!
Forja, 285
La Virgen. ¿Quién puede ser mejor Maestra de amor a Dios que esta Reina, que esta Señora, que esta Madre, que tiene la relación más íntima con la Trinidad: Hija de Dios Padre, Madre de Dios Hijo, Esposa de Dios Espíritu Santo, y que es a la vez Madre nuestra?
—Acude personalmente a su intercesión.
Forja, 555
Llénate de seguridad: nosotros tenemos por Madre a la Madre de Dios, la Santísima Virgen María, Reina del Cielo y del Mundo.
Forja, 273
Santa María, "Regina apostolorum", reina de todos los que suspiran por dar a conocer el amor de tu Hijo: tú que tanto entiendes de nuestras miserias, pide perdón por nuestra vida: por lo que en nosotros podría haber sido fuego y ha sido cenizas; por la luz que dejó de iluminar, por la sal que se volvió insípida. Madre de Dios, omnipotencia suplicante: tráenos, con el perdón, la fuerza para vivir verdaderamente de esperanza y de amor, para poder llevar a los demás la fe de Cristo.
Es Cristo que pasa, 175
María, la Madre santa de nuestro Rey, la Reina de nuestro corazón, cuida de nosotros como sólo Ella sabe hacerlo. Madre compasiva, trono de la gracia: te pedimos que sepamos componer en nuestra vida y en la vida de los que nos rodean, verso a verso, el poema sencillo de la caridad, quasi fluvium pacis , como un río de paz. Porque Tú eres mar de inagotable misericordia: los ríos van todos al mar y la mar no se llena .
Es Cristo que pasa, 187
La Maternidad divina de María es la raíz de todas las perfecciones y privilegios que la adornan. Por ese título, fue concebida inmaculada y está llena de gracia, es siempre virgen, subió en cuerpo y alma a los cielos, ha sido coronada como Reina de la creación entera, por encima de los ángeles y de los santos. Más que Ella, sólo Dios. La Santísima Virgen, por ser Madre de Dios, posee una dignidad en cierto modo infinita, del bien infinito que es Dios . No hay peligro de exagerar. Nunca profundizaremos bastante en este misterio inefable; nunca podremos agradecer suficientemente a Nuestra Madre esta familiaridad que nos ha dado con la Trinidad Beatísima.
Amigos de Dios, 276
Misterio de "La Coronación de María, Reina de cielos y tierra" para meditar en el rezo del Santo Rosario
Dios todopoderoso, que nos has dado como Madre y como Reina a la Madre de tu Unigénito; concédenos que, protegidos por su intercesión, alcancemos la gloria de tus hijos en el reino de los cielos.1. ¿Quién es ésta que surge cual aurora, bella como la luna, refulgente como el sol?. (Cant. 6, 10).
2. Como flor del rosal en primavera, como lirio junto al manantial; como brote del Líbano en verano, como fuego e incienso en el incensario; como vaso de oro macizo adornado de toda clase de piedras preciosas. (Eclo. 50, 8-9).
3. Yo soy la Madre del Amor hermoso, del temor, del conocimiento, y de la santa esperanza. (Eclo. 24, 24).
4. En mi está toda gracia de camino y de verdad; en mi toda esperanza de vida y de virtud. (Eclo. 24, 25).
5. Venid a mi los que me deseáis y hartaos de mis frutos. (Eclo. 24, 26).
6. Que mi recuerdo es más dulce que la miel; mi heredad mas dulce que panal de miel. (Eclo. 24, 27).
7. Ahora, pues, hijos, escuchadme, escuchad la instrucción y haceos sabios, no la despreciéis. (Prov. 8, 32-33).
8. Dichosos los que guardan mis caminos. Dichoso el hombre que me escucha velando ante mi puerta cada día. (Prov. 8, 33-34).
9. Porque el que me halla, ha hallado la Vida, ha logrado el Favor del Señor. (Prov. 8, 35).
10. Salve, oh Reina de la Misericordia, líbranos del enemigo, y recíbenos en la hora de la muerte. (Gradual M. de B. V M).
Este misterio lleva el anterior a cumplimiento.
Aquél hablaba del paso de María a la eternidad; éste celebra el momento en que se le otorga toda la riqueza de la misma. San Pablo dijo que “los que reciben en abundancia la gracia y el don de la justicia reinarán en la vida por uno solo, Jesucristo” (Rom 5, 17).
Así, a la que pasó con Cristo por la oscuridad de la tierra se le hace partícipe de su gloria. De ello es símbolo la corona. Ahora es ella la “Reina del Cielo”. Criatura de Dios, como todos nosotros, y entregada a Él con una humildad tan grande como su pureza. A la vez, sin embargo, elevada por Él a un santo reinado que nada implica de pretensión y capricho, sino que es la figura viviente de la gracia y del encanto que ella irradia.
La actitud más íntima del cristiano ha de ser la humildad. Sabe que por sí no tiene nada, pues todo le viene de Dios; que por sí mismo no puede nada, sino que todo lo puede sólo por la gracia. La humildad es el reconocimiento de esta verdad. Más aún, es la alegría que nos produce; la dicha que irradia; en último término, no s sino amor. Pero en esa misma humildad late la conciencia callada de una oculta grandeza.
No propia, sino regalada; pero regalada de forma que nos pertenece de modo más entrañable que todo cuanto procede de las exigencias de nuestro propio ser. Esto indica San Pablo cuando habla de la “gloria que ha de manifestarse en nosotros” (Rom 8, 18 ). Es el resplandor de la majestad de Dios que brilla en el Cristo resucitado. De Él se nos hará partícipes.
Guardini, Romano, Orar con... El Rosario de Nuestra Señora, Desclée de Brouwer, Bilbao, 2008, p. 139.
Coronada de gloria –como aparece en último misterio glorioso- María resplandece como Reina de los Ángeles y de los Santos, anticipación y culmen de la condición escatológica de la Iglesia. (RVM, 23)
No cabe pensar aquí en la tierra en “morada permanente”, y hemos de “aspirar a la futura”. A ello invita la actitud ejemplar de la Señora, que es Madre y, por lo mismo Maestra. Sentada en su trono de gloria… cual corresponde a la Reina de cielos y tierra, la Virgen desvela ante nuestros ojos la visión exacta del último misterio glorioso del Santo Rosario… No hay que olvidar nunca la meta definitiva del último misterio de gloria.
María vive mirando a Cristo y tiene en cuenta cada una de sus palabras: “Guardaba todas estas cosas, y las meditaba en su corazón”. Los recuerdos de Jesús, impresos en su alma, la han acompañado en todo momento, llevándola a recorrer con el pensamiento los distintos episodios de su vida junto al Hijo. Han sido aquellos recuerdos los que han constituido, en cierto sentido, el “Rosario” que Ella ha recitado constantemente en los días de su vida terrenal.
Y también ahora, entre los cantos de alegría de la Jerusalén celestial, permanecen intactos los motivos de su acción de gracias y su alabanza. Ellos inspiran su materna solicitud hacia la Iglesia peregrina, en la que sigue desarrollando la trama de su 'papel' de evangelizadora. María propone continuamente a los creyentes los 'misterios' de su Hijo, con el deseo de que sean contemplados, para que puedan derramar toda su fuerza salvadora. Cuando recita el Rosario, la comunidad cristiana está en sintonía con el recuerdo y con la mirada de María.
Martínez Puche, José A., El Rosario de Juan Pablo II, Edibesa, Madrid, 2003, p. 44.
Sobre el tránsito, la asunción y la realeza de María Santísima.
Las visiones de María Valtorta
Dice María:
-¿Yo morí? Sí, si se quiere llamar muerte a la separación acaecida entre la parte superior del espíritu y el cuerpo; no, si por muerte se entiende la separación entre el alma vivificante y el cuerpo, la corrupción de la materia carente ya de la vivificación del alma y, antes, la lobreguez del sepulcro, y, como primera de todas estas cosas, el angustioso sufrimiento de la muerte..
¿Cómo morí, o, mejor, cómo pasé de la Tierra al Cielo, antes con la parte inmortal, después con la perecedera? Como era justo que fuera para la Mujer que no conoció mancha de culpa.
En ese anochecer -ya había empezado el descanso sabático- hablaba con Juan. De Jesús. De sus cosas. Aquella hora vespertina estaba llena de paz. El sábado había apagado todos los rumores de humanas obras.
Y la hora apagaba toda voz de hombre o de ave. Sólo los olivos de alrededor de la casa emitían su frufrú con la brisa del anochecer: parecía como si un vuelo de ángeles acariciara las paredes de la casita solitaria.
Hablábamos de Jesús, del Padre, del Reino de los Cielos. Hablar de la Caridad y del Reino de la Caridad significa encenderse con el fuego vivo, consumir las cadenas de la materia para dejar libre al espíritu en sus vuelos místicos. Si el fuego está contenido dentro de los límites que Dios pone para conservar a las criaturas en la Tierra a su servicio, es posible arder y vivir, encontrando en el fuego no consumición sino perfeccionamiento de vida.
Pero cuando Dios quita los límites y deja libertad al Fuego divino de incidir sin medida en el espíritu y de atraerlo hacia sí sin medida, entonces el espíritu, respondiendo a su vez sin medida al Amor, se separa de la materia y vuela al lugar desde donde el Amor le incita y a donde el Amor le invita: y es el final del destierro y el regreso a la Patria.
Aquel atardecer, al ardor incontenible, a la vitalidad sin medida de mi espíritu, se unió una dulce postración, una misteriosa sensación de que la materia se alejaba de todo lo que la rodeaba; como si el cuerpo se durmiera, cansado, mientras el intelecto, avivado más su razonar, se abismara en los divinos esplendores.
Juan, amoroso y prudente testigo de todos mis actos desde que fue mi hijo adoptivo según la voluntad de mi Unigénito, dulcemente me persuadió de que buscara descanso en el lecho, y me veló orando. El último sonido que oí en la Tierra fue el susurro de las palabras del virgen Juan. Para mí fueron como la nana de una madre junto a la cuna. Y acompañaron a mi espíritu en el último éxtasis, demasiado sublime como para ser descrito. Acompañaron a mi espíritu hasta el Cielo.
Juan, único testigo de este delicado misterio, me avió. Él solo me avió, envolviéndome en el manto blanco, sin cambiarme de túnica ni de velo, sin lavacro y sin embalsamamiento. El espíritu de Juan – como se ve claro por sus palabras del segundo episodio de este ciclo que va de Pentecostés a mi Asunción- ya sabía que no me iba a descomponer, e instruyó al apóstol sobre lo que había de hacerse.
Y él, casto y amoroso, prudente respecto a los misterios de Dios y a los compañeros lejanos, decidió custodiar el secreto y esperar a los otros siervos de Dios, para que me vieran todavía y sacaran, de verme, consuelo y ayuda para las penas y fatigas de sus misiones. Esperó como estando seguro de que llegarían.
Pero el decreto de Dios era distinto. Como siempre, bueno para el Predilecto; justo, como siempre, para todos los creyentes. Cargó los ojos del primero, para que el sueño le ahorrara la congoja de ver cómo se le arrebataba también mi cuerpo; dio a los creyentes otra verdad que los ayudara a creer en la resurrección de la carne, en el premio de una vida eterna y bienaventurada concedida a los justos; en las verdades más poderosas y dulces del Nuevo Testamento -mi inmaculada Concepción, mi divina Maternidad virginal-; en la naturaleza divina y humana de mi Hijo, verdadero Dios y verdadero Hombre, nacido no por voluntad carnal sino por desposorio divino y por divina semilla depositada en mi seno; en fin, para que creyeran que en el Cielo está mi Corazón de Madre de los hombres, palpitante de vibrante amor por todos, justos y pecadores, deseoso de teneros a todos junto a sí, en la Patria bienaventurada, por toda la eternidad.
Cuando los ángeles me sacaron de la casita, ¿mi espíritu había vuelto a mí? No. El espíritu ya no tenía que bajar de nuevo a la Tierra. Estaba en adoración delante del trono de Dios. Pero cuando la Tierra, el destierro, el tiempo y el lugar de la separación de mi Señor Uno y Trino fueron dejados para siempre, entonces el espíritu volvió a resplandecer en el centro de mi alma, despertando a la carne de su dormición; por lo que es cabal hablar, respecto a mí, de Asunción al Cielo en alma y cuerpo, no por mi propia capacidad, como sucedió en el caso de Jesús, sino por ayuda angélica. Me desperté de aquella misteriosa y mística dormición, me alcé, en fin, volé, porque ya mi carne había conseguido la perfección de los cuerpos glorificados. Y amé.
Amé a mi Hijo y a mi Señor, Uno y Trino, de nuevo hallados, los amé como es destino de todos los eternos vivientes.
Dice Jesús:
-Llegada su última hora, como una azucena cansada que, después de haber exhalado todos sus aromas, se pliega bajo las estrellas y cierra su cáliz de candor, María, mi Madre, se recogió en su lecho y cerró los ojos a todo lo que la rodeaba, para recogerse en una última, serena contemplación de Dios.
Velando reverente su reposo, el ángel de María esperaba ansioso que el éxtasis urgente separara ese espíritu de la carne, durante el tiempo designado por el decreto de Dios, y lo separara para siempre de la Tierra, mientras ya del Cielo descendía el dulce e invitante imperativo de Dios.
Inclinado también Juan, ángel terreno, hacia ese misterioso reposo, velaba a su vez a la Madre que estaba para dejarlo.
Y cuando la vio extinguida siguió velando, para que, no tocada por miradas profanas y curiosas, siguiera siendo, incluso más allá de la muerte, la inmaculada Esposa y Madre de Dios que tan plácida y hermosa dormía. Una tradición dice que en la urna de María, abierta por Tomás, se encontraron sólo flores. Pura leyenda. Ningún sepulcro engulló el cadáver de María, porque nunca hubo un cadáver de María, según el sentido humano, dado que María no murió como todos los que tuvieron vida.
Ella se había separado, por decreto divino, sólo del espíritu, y con éste, que la había precedido, se unió de nuevo su carne santísima. Invirtiendo las leyes habituales, por las cuales el éxtasis termina cuando cesa el rapto, o sea, cuando el espíritu vuelve al estado normal, fue el cuerpo de María el que se unió de nuevo con el espíritu, después de la larga permanencia en el lecho fúnebre.
Todo es posible para Dios. Yo salí del Sepulcro sin ayuda alguna; sólo con mi poder. María vino a mí, a Dios, al Cielo, sin conocer el sepulcro con su horror de podredumbre y lobreguez. Es uno de los más fúlgidos milagros de Dios. No único, en verdad, si se recuerda a Enoc y a Elías, (Génesis 5, 24; Eclesiástico 44, 16; 49, 14 (para Enoc); 2 Reyes 2, 1-13; Eclesiástico 48, 9 para Elías) quienes, por el amor que el Señor les tenía, fueron raptados de la Tierra sin conocer la muerte, y fueron transportados a otro lugar, a un lugar que sólo Dios y los celestes habitantes de los Cielos conocen. Justos eran, y, de todas formas, nada respecto a mi Madre, la cual es inferior en santidad sólo a Dios.
Por eso no hay reliquias del cuerpo y del sepulcro de María, porque María no tuvo sepulcro, y su cuerpo fue elevado al Cielo.
Dice María:
-Un éxtasis fue la concepción de mi Hijo. Un éxtasis aún mayor el darlo a luz. El éxtasis de los éxtasis fue mi tránsito de la Tierra al Cielo. Sólo durante la Pasión ningún éxtasis hizo soportable mi atroz sufrimiento.
La casa en que se produjo mi Asunción se debió a uno de los innumerables actos de generosidad de Lázaro para con Jesús y su Madre: la pequeña casa del Getsemaní, cercana al lugar de la Ascensión. Inútil es buscar los restos. Durante la destrucción de Jerusalén, por obra de los romanos, fue devastada, y sus ruinas fueron dispersadas durante el transcurso de los siglos.
De la misma forma que para mí fue un éxtasis el nacimiento de mi Hijo, y que, del rapto en Dios que en aquella hora se apoderó de mí, volví a la presencia de mí misma y a la Tierra teniendo ya a mi Hijo en los brazos, así mi impropiamente llamada “muerte” fue un rapto en Dios.
Confiando en la promesa recibida en el esplendor de la mañana de Pentecostés, yo pensaba que el acercamiento de la hora de la última venida del Amor, para llevarme consigo en rapto, debía manifestarse con un aumento del fuego de amor que siempre ardía en mí; y no me equivoqué.
Por parte mía, a medida que iba pasando la vida, en mí iba aumentando el deseo de fundirme con la eterna Caridad. Me instaba a ello el deseo de unirme de nuevo con mi Hijo, y la certidumbre de que nunca haría tanto por los hombres como cuando estuviera, orando y obrando en favor de ellos, a los pies del trono de Dios. Y con impulso cada vez más encendido y acelerado, con todas las fuerzas de mi alma, gritaba al Cielo: “¡Ven, Señor Jesús! ¡Ven, Eterno Amor!”.
La Eucaristía, que para mí era como el rocío para una flor sedienta, era, sí, vida; pero a medida que iba pasando el tiempo, cada vez era más insuficiente para satisfacer la incontenible ansia de mi corazón. Ya no me bastaba recibir en mí a mi divina Criatura y llevarla en mi interior en las Sagradas Especies, como la había llevado en mi carne virginal. Todo mi ser deseaba al Dios uno y trino, pero no celado tras los velos elegidos por mi Jesús para ocultar el inefable misterio de la Fe, sino como Él –en el centro del Cielo- era, es y será. El propio Hijo mío, en sus arrobos eucarísticos, ardía dentro de mí con abrazos de infinito deseo; y cada vez que a mí venía, con la potencia de su amor, casi arrancaba de cuajo mí alma en el primer impulso y luego permanecía, con infinita ternura, llamándome “¡Mamá!”, y yo lo sentía ansioso de tenerme consigo.
Yo no deseaba ya otra cosa. Ni siquiera ya estaba en mí, en los últimos tiempos de mi vida mortal, el deseo de tutelar a la naciente Iglesia: todo estaba anulado en el deseo de poseer a Dios, por la persuasión que tenía de que todo se puede cuando se le posee.
Alcanzad, oh cristianos, este total amor. Pierda valor todo lo terreno. Mirad sólo a Dios. Cuando seáis ricos de esta pobreza de deseo que es inconmensurable riqueza, Dios se inclinará hacia vuestro espíritu, primero para instruirlo, luego para tomarlo en sus manos, y ascenderéis con vuestro espíritu al Padre, al Hijo, al Espíritu Santo, para conocerlos y amarlos en toda la bienaventurada eternidad y para poseer sus riquezas de gracias para los hermanos. Nunca somos tan activos para los hermanos como cuando no estamos ya con ellos, sino que somos luces unidas de nuevo con la divina Luz.
E1 acercarse del Amor eterno tuvo el signo que pensaba. Todo perdió luz y color, voz y presencia, bajo el fulgor y la Voz que, descendiendo de los Cielos, abiertos a mi mirada espiritual, descendían hacia mí para tomar mi alma.
Suele decirse que habría exultado de júbilo si me hubiera asistido en aquella hora mi Hijo. ¡Ah!, mi dulce Jesús estaba muy presente con el Padre cuando el Amor, o sea, el Espíritu Santo, Tercera Persona de la Trinidad Eterna, me dio su tercer beso en mi vida, ese beso tan potentemente divino, que en él mi alma se fundió, perdiéndose en la contemplación cual gota de rocío aspirada por el sol en el cáliz de una azucena. Y ascendí con mi espíritu en canto de júbilo hasta los pies de los Tres a quienes siempre había adorado.
Luego, en el momento exacto, como perla en un engaste de fuego, ayudada primero y luego seguida por el cortejo de los espíritus angélicos venidos a asistirme en mí eterno, celeste nacimiento, esperada ya antes del umbral de los Cielos por mi Jesús y en el umbral de ellos por mi justo esposo terreno, por los Reyes y Patriarcas de mi estirpe, por los primeros santos y mártires, entré como Reina, después de tanto dolor y tanta humildad de pobre sierva de Dios, en el reino del júbilo sin límite.
Y el Cielo volvió a cerrarse en este acto de la alegría de tenerme, de tener a su Reina, cuya carne, única entre todas las carnes mortales, conocía la glorificación antes de la resurrección final y del último juicio.
Mi humildad no podía dejarme pensar que me estuviera reservada tanta gloria en el Cielo. En mi pensamiento estaba casi la certidumbre de que mi carne humana, santificada por haber llevado a Dios, no conocería la corrupción, porque Dios es Vida y, cuando de sí mismo satura y llena a una criatura, esta acción suya es como ungüento preservador de la corrupción de la muerte.
Yo no sólo había permanecido inmaculada, no sólo había estado unida a Dios con un casto y fecundo abrazo, sino que me había saturado, hasta en mis más profundas entrañas, de las emanaciones de la Divinidad escondida en mi seno y que quería velarse de carne mortal. Pero el que la bondad del Eterno tuviera reservado a su sierva el gozo de volver a sentir en sus miembros el toque de la mano de mi Hijo, su abrazo, su beso, y de volver a oír con mis oídos su voz, y de ver con mis ojos su rostro… esto no podía pensar que me fuera concedido, y no lo anhelaba. Me habría bastado que estas bienaventuranzas le fueran concedidas a mi espíritu, y con ello ya se habría sentido lleno de beata felicidad mi yo.
Pero, como testimonio de su primer pensamiento creador respecto al hombre, destinado por el Creador a vivir, pasando sin muerte del Paraíso terrenal al celestial, en el Reino eterno, Dios quiso que yo, Inmaculada, estuviera en el Cielo en alma y cuerpo… inmediatamente después del fin de mi vida terrena.
Yo soy el testimonio cierto de lo que Dios había pensado y querido para el hombre: una vida inocente y sin conocimiento de culpas; un dulce paso de esta vida a la Vida eterna, paso con el que, como quien cruza el umbral de una casa para entrar en un palacio, el hombre, con su ser completo hecho de cuerpo material y de alma espiritual, habría pasado de la Tierra al Paraíso, aumentando esa perfección de su yo que Dios le había dado, con la perfección completa, tanto de la carne como del espíritu, que el pensamiento divino tenía destinada para todas las criaturas que permanecieran fieles a Dios y a la Gracia. Perfección que habría sido alcanzada en la luz plena que hay en el Cielo y lo llena, pues que de Dios viene; de Dios, Sol eterno que ilumina el Cielo.
Delante de los Patriarcas, Profetas y Santos, delante de los Ángeles y los Mártires, Dios me puso a mí, elevada a la gloria del Cielo en alma y cuerpo, y dijo:
-Esta es la obra perfecta del Creador; la obra que, de entre todos los hijos del hombre, Yo creé a mi más verdadera imagen y semejanza; fruto de una obra maestra divina y creadora, maravilla del Universo que ve, dentro de un solo ser, a lo divino en el espíritu eterno como Dios y como Él espiritual, inteligente, libre, santo, y a la criatura material en el más inocente y santo de los cuerpos, criatura ante la que todos los demás vivientes de los tres reinos de la Creación están obligados a inclinarse. Aquí tenéis el testimonio de mi amor hacia el hombre, para el que quise un organismo perfecto y un bienaventurado destino de eterna vida en mi Reino.
Aquí tenéis el testimonio de mi perdón al hombre, al que, por la voluntad de un Trino Amor, he concedido nueva habilitación y creación ante mis ojos.
Ésta es la mística piedra de parangón, éste es el anillo de unión entre el hombre y Dios, Ella es la que lleva de nuevo el tiempo a sus días primeros, y da a mis ojos divinos la alegría de contemplar a una Eva como Yo la creé, aún más hermosa y santa por ser Madre de mi Verbo y por ser Mártir del mayor de los perdones
Para su Corazón inmaculado que jamás conoció mancha alguna, ni siquiera la más leve, Yo abro los tesoros del Cielo; y para su Cabeza, que jamás conoció la soberbia, con mi fulgor hago una corona, y la corono, porque es para mí santísima, para que sea vuestra Reina.
En el Cielo no hay lágrimas. Pero, en lugar del jubiloso llanto que habrían derramado los espíritus si les estuviera concedido el llanto -humor que rezuma destilado por una emoción-, hubo, después de estas divinas palabras, un centelleo de luces, y visos de esplendores resplandeciendo aún más esplendorosos, y un incendio de fuegos de caridad que ardían con más encendido fuego, y un insuperable e indescriptible sonido de celestes armonías, a las cuales se unió la voz del Hijo mío, en alabanza a Dios Padre y a su Sierva bienaventurada para toda la eternidad.
Dice Jesús:
-Hay diferencia entre que el alma se separe del cuerpo por verdadera muerte y que momentáneamente el espíritu se separe del cuerpo y del alma vivificante por un éxtasis o rapto contemplativo.
El que el alma se separe del cuerpo provoca la verdadera muerte, pero la contemplación extática, o sea, la temporal evasión del espíritu fuera de las barreras de los sentidos y de la materia, no provoca la muerte. Y ello porque el alma no se aleja y separa totalmente del cuerpo, sino que lo hace sólo con su parte mejor, que se sumerge en los fuegos de la contemplación.
Todos los hombres, mientras viven, tienen en sí el alma, sea que esté muerta por el pecado, sea que esté viva por la justicia; pero sólo los grandes amantes de Dios alcanzan la contemplación verdadera.
Esto demuestra que el alma, que conserva la vida mientras está unida al cuerpo -y esta particularidad está presente igual en todos los hombres-, tiene en sí misma una parte superior: el alma del alma, o espíritu del espíritu, que en los justos es fortísima, mientras que en los que desprecian a Dios y su Ley -incluso sólo con su tibieza y los pecados veniales- se hace débil, privando a la criatura de la capacidad de contemplar y conocer -hasta donde puede hacerlo una humana criatura, según el grado de perfección alcanzado- a Dios y sus eternas verdades. Cuanto más ama y sirve a Dios la criatura con todas sus fuerzas y posibilidades, esa parte superior de su espíritu tiene más capacidad de conocer, de contemplar, de penetrar las eternas verdades.
El hombre, dotado de alma racional, es una capacidad que Dios llena de sí. María, siendo la más santa de las criaturas después del Cristo, fue una capacidad colmada -hasta el punto de rebosar sobre los hermanos en Cristo de todos los siglos, y por los siglos de los siglos- de Dios, de sus gracias, de su caridad, de su misericordia.
El Tránsito de María se produjo sumergida Ella por las olas del amor. Ahora, en el Cielo, hecha océano de amor, derrama sobre los hijos que le son fieles, y también sobre los hijos pródigos, sus olas de caridad para la salvación universal, Ella que es Madre universal de todos los hombres.