Tres años antes del glorioso tránsito de María Santísima a los Cielos, Dios envió al arcángel San Gabriel con una nueva embajada, para darle aviso a su Hija predilecta del tiempo exacto que le restaba de vida.
Y al oír que pronto terminaría su larga peregrinación y destierro en este mundo, respondió con las mismas palabras que en la encarnación del Verbo: Ecce ancilla Domini, fiat mihi secundum verbum tuum — “He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra” (cf. Lc. 1, 38).
Unos días después la Virgen María comunicó el hecho al evangelista San Juan, quien a su vez se lo trasmitió a Santiago el Menor, que como obispo de Jerusalén estaba incumbido por San Pedro de asistir al cuidado de la Madre de Dios.
Con el transcurso del tiempo San Juan —que al pie de la cruz había recibido del Señor a la Virgen por Madre— no podía ya disimular ni ocultar la inmensa pena que sentía. Con lo cual, antes de que sucediese, se comenzó a divulgar y llorar su próxima partida.
En ningún tiempo ni ocasión se halló frustrada la esperanza de los que en la gran Madre de la gracia la buscaron. Siempre remedió y socorrió a todos cuantos no resistieron a su amorosa clemencia; pero en los últimos dos años de su vida, ni se pueden contar ni ponderar las maravillas que hizo en beneficio de los mortales, por el gran concurso que de todo género de gentes la frecuentaban.
Confirmaba a todos en el temor de Dios, en la fe y obediencia a la Iglesia santa y como Tesorera única de las riquezas de la divinidad y de la vida y muerte de su Hijo santísimo, quiso distribuirlas con dadivosa misericordia antes de su muerte.
Dios quiere que imitemos a María Santísima en todo. Y así como Ella se dispuso para la hora de la muerte, cuando tengamos alguna certeza de que se aproxima para nosotros, cualquier plazo nos debiera parecer corto para asegurar el negocio de nuestra salvación eterna. Nadie tuvo tan seguro el premio como María; y sin embargo se le dio tres años antes el aviso de su muerte. Y Ella se dispuso y preparó, como criatura mortal y terrena, con el temor santo que se debe tener en esa hora.
Entre los absurdos y falacias que los demonios han introducido en el mundo, ninguno es mayor ni más pernicioso que olvidar la hora de la muerte y lo que en el justo juicio del riguroso Juez les ha de suceder.
Eterna juventud, gracia y devoción de María Santísima
Acerca de la apariencia que por entonces tenía la Santísima Virgen, comenta la madre Ágreda: La disposición natural de su sagrado y virginal cuerpo y rostro era la misma que tuvo de treinta y tres años; porque desde aquella edad nunca hizo mudanza del natural estado, ni sintió los efectos de los años ni de la senectud o vejez, ni tuvo arrugas en el rostro ni en el cuerpo, ni se le puso más débil, flaco o magro, como sucede a los demás hijos de Adán, que con la vejez desfallecen y se desfiguran de lo que fueron en la juventud o edad perfecta.
Entre las maravillas que hizo el Señor con la beatísima Madre en estos últimos años, una fue manifiesta, no sólo al evangelista San Juan, sino a muchos fieles. Y esto fue que, cuando comulgaba, la gran Señora quedaba por algunas horas llena de resplandores y claridad tan admirable que parecía estar transfigurada y con dotes de gloria.
Antes de su partida quiso nuestra piadosa Reina visitar por última vez los Santos Lugares. En cada estación lo hizo con abundantes y dulces lágrimas, con memorias lastimosas de lo que padeció su Hijo y fervientes operaciones y admirables efectos, con clamores y peticiones por todos los fieles que llegasen con devoción y veneración a aquellos sagrados Lugares por todos los futuros siglos de la Iglesia. En el monte Calvario se detuvo más tiempo, pidiendo a su Hijo santísimo la eficacia de la muerte y redención que obró en aquel lugar.
La Virgen se despide de la Iglesia
Con el beneplácito del Señor, se despidió luego de la Iglesia con estas dulces palabras: Iglesia santa y católica, que en los futuros siglos te llamarás romana, madre y señora mía, tesoro verdadero de mi alma, tú has sido el consuelo único de mi destierro; tú el refugio y alivio de mis trabajos; tú mi recreo, mi alegría, mi esperanza; tú me has conservado en mi carrera; en ti he vivido peregrina de mi patria; y tú me has sustentado después que recibí en ti el ser de gracia, por tu cabeza y mía, Cristo Jesús, mi Hijo y mi Señor. En ti están los tesoros y riquezas de sus merecimientos infinitos.
Testamento espiritual
Acto seguido, la Virgen María ordenó su testamento, disponiendo como heredera universal de todos sus merecimientos y trabajos a la Santa Iglesia: Y deseo que en primer lugar, sean para exaltación de vuestro santo nombre y para que siempre se haga vuestra voluntad santa en la tierra como en el cielo y todas las naciones vengan a vuestro conocimiento, amor, culto y veneración de verdadero Dios.
En segundo lugar, los ofrezco por mis señores los apóstoles y sacerdotes, presentes y futuros, para que vuestra inefable clemencia los haga idóneos ministros de su oficio y estado, con toda sabiduría, virtud y santidad, con que edifiquen a las almas redimidas con vuestra sangre.
En tercer lugar, las aplico para bien espiritual de mis devotos que me sirvieren, invocaren y llamaren, para que reciban vuestra gracia y protección y después la eterna vida.
Y en cuarto lugar, deseo que os obliguéis de mis trabajos y servicios por todos los pecadores hijos de Adán, para que salgan del infeliz estado de su culpa.
Tres días antes del tránsito felicísimo de María Santísima, a pedido de nuestra Reina se habían congregado los apóstoles y discípulos en la casa del cenáculo en Jerusalén. El primero en llegar fue San Pedro, traído milagrosamente por un ángel desde Roma, seguido por San Pablo. Los apóstoles la saludaron con no menos dolor que reverencia, porque sabían que venían a asistir a su dichoso tránsito.
Algunos de los apóstoles que fueron traídos por ministerio de los ángeles y del fin de su venida los habían ya informado, se fervorizaron con gran ternura en la consideración que les había de faltar su único amparo y consuelo, con que derramaron copiosas lágrimas. Otros lo ignoraban, en especial los discípulos, porque no tuvieron aviso exterior de los ángeles, sino con inspiraciones interiores e impulso suave y eficaz en que conocieron ser voluntad de Dios que luego viniesen a Jerusalén, como lo hicieron. Y fue San Pedro, como cabeza de la Iglesia, quien les comunicó el motivo de su venida, y los condujo al oratorio de la gran Reina donde la vieron todos hermosísima y llena de resplandor celestial.
Aunque no estaba obligada, prefiere morir
Y puestos en su presencia, la Virgen Santísima comenzó a despedirse de ellos,hablando a todos los apóstoles singularmente y algunos discípulos, y después a los demás circunstantes juntos, que eran muchos.
Sus palabras como flechas de divino fuego penetraron los corazones de los presentes y rompiendo todos en arroyos de lágrimas y dolor irreparable se postraron en tierra. Después de un intervalo, les pidió que con ella y por ella orasen todos en silencio, y así lo hicieron. En esta quietud sosegada descendió del cielo el Verbo humanado y se llenó de gloria la casa del cenáculo. María Santísima adoró al Señor, quien le ofreció llevarla a la gloria sin pasar por la muerte.
Se postró la prudentísima Madre ante su Hijo y con alegre semblante le dijo:Hijo y Señor mío, yo os suplico que vuestra Madre y sierva entre en la eterna vida por la puerta común de la muerte natural, como los demás hijos de Adán. Vos que sois mi verdadero Dios, la padecisteis sin tener obligación a morir; justo es que como yo he procurado seguiros en la vida os acompañe también en morir.
“En tus manos Señor, encomiendo mi espíritu”
Aprobó Cristo el sacrificio y voluntad de María Santísima y los ángeles comenzaron a cantar con celestial armonía. Y aunque de la presencia del Salvador sólo algunos apóstoles con San Juan tuvieron especial ilustración y los demás sintieron en su interior divinos y poderosos efectos, pero la música de los ángeles la percibieron con los sentidos muchos de los que allí estaban.
Entonces se reclinó María Santísima sobre su lecho, con las manos juntas y los ojos fijos en su Divino Hijo. Y cuando los ángeles cantaban: “Levántate, apresúrate , amiga mía, paloma mía, hermosa mía, y ven que ya pasó el invierno...” (Cant. 2, 10), en estas palabras pronunció Ella las que su Hijo Santísimo en la Cruz: “En tus manos Señor, encomiendo mi espíritu” (Lc. 23, 46). Cerró los virginales ojos y expiró.
Pasó aquella purísima alma desde su virginal cuerpo a la diestra de su Hijo Santísimo, donde en un instante fue colocada con inmensa gloria. Y luego se comenzó a sentir que la música de los ángeles se alejaba, porque toda aquella procesión se encaminó al cielo empíreo. El sagrado cuerpo de María Santísima, que había sido templo y sagrario de Dios vivo, quedó lleno de luz y resplandor y despidiendo de sí tan admirable y nueva fragancia que todos los circunstantes quedaron llenos de suavidad interior y exterior. Los apóstoles y discípulos, entre lágrimas de dolor y júbilo de las maravillas que veían, quedaron como absortos por algún espacio. Sucedió este glorioso tránsito un viernes a las tres de la tarde, a la misma hora que el de su Hijo Santísimo, a los trece días del mes de agosto y a los setenta años de edad, menos algunos días.
Acontecieron grandes maravillas y prodigios en esta preciosa muerte de la Reina. Porque se eclipsó el sol y en señal de luto escondió su luz por algunas horas. Se conmovió toda Jerusalén, y admirados concurrían muchos confesando a voces el poder de Dios y la grandeza de sus obras. Acudieron muchos enfermos y todos fueron sanados. Salieron del purgatorio las almas que en él estaban. Y la mayor maravilla fue que al expirar Nuestra Señora, también otras tres personas lo hacían en la ciudad; y murieron en pecado sin penitencia, por lo cual se condenarían, pero llegando su causa al tribunal de Cristo pidió misericordia para ellas la dulcísima María y fueron restituidos a la vida, y después se enmendaron de modo que murieron en gracia y se salvaron.
Del entierro de la Santísima Virgen
Los apóstoles encargaron a las dos doncellas que en vida habían asistido a la Reina para que, según la costumbre, ungiesen el cuerpo de la Madre de Dios y la envolviesen en la sábana, para ponerle en el féretro. Entraron en el oratorio donde yacía la venerable difunta, pero el resplandor que la envolvía las deslumbró de suerte que ni pudieron tocarle ni verle ni saber en qué lugar determinado estaba. Luego San Pedro y San Juan confirieron el portento, oyendo asimismo una voz que les dijo: Ni se descubra ni se toque el sagrado cuerpo.
Asunción
Hoy que la Iglesia venera tu excelso triunfo, María, brilla el sol de la alegría en la celestial esfera.
Eres la madre de Dios y reina del universo, por eso en humilde verso elevo hacia ti mi voz.
Llegaste a alcanzar la palma, que es exquisita victoria, de subir, madre, a la Gloria como Dios en cuerpo y alma.
No alcanzó ningún mortal esa gracia concedida, y es que fuiste concebida sin pecado original.
¡Por eso madre perdona al que con humilde amor quiere poner una flor en tu sin igual corona!
(Pedro Genaro Delgado,
A la Santísima Virgen — 15 de agosto de 1949)
Así, disminuyendo un tanto el resplandor, los dos apóstoles levantaron el sagrado y virginal tesoro y le pusieron en el féretro. Y pudieron hacerlo fácilmente, porque no sintieron peso, ni en el tacto percibieron más de que llegaban a la túnica casi imperceptiblemente. Entones se moderó más el resplandor y todos pudieron percibir y conocer con la vista la hermosura del virgíneo rostro y manos.
Del cenáculo partió el solemne cortejo al cual acudieron casi todos los moradores de Jerusalén. Junto a éste había otro invisible de los cortesanos del cielo. Descendieron varias legiones de ángeles con los antiguos padres y profetas, especialmente San Joaquín, Santa Ana, San José, Santa Isabel y el Bautista, con otros muchos santos que desde el cielo envió nuestro Salvador Jesús para que asistiesen a las exequias y entierro de su beatísima Madre.
El sagrado cuerpo y tabernáculo de Dios fue llevado por los apóstoles en hombros hacia el valle de Josafat, en donde se había providenciado un sepulcro. En el camino se sucedieron grandes milagros: los enfermos quedaron sanos, muchos endemoniados quedaron libres y mayores fueron las conversiones de judíos y gentiles. Al llegar al sepulcro, San Pedro y San Juan colocaron en él al venerado cuerpo y cerraron la tumba con una laja.
De regreso al cenáculo, los apóstoles determinaron que algunos de ellos y de los discípulos asistieran al sepulcro santo de su Reina mientras en él perseverara la música celestial, porque todos esperaban el fin de esta maravilla.