Algunos consideran su festividad el 7 de Octubre que es la fiesta de la Virgen del Rosario. De cualquier manera, fué iniciada la construcción de la Basílica un 8 de mayo y fué consagrada también un 8 de Mayo. Igualmente le fué colocada la corona un 8 de Mayo.
La Imagen de la Santa Virgen del Rosario de Pompeya (120 cm de altura y 100 cm de anchura) representa la imagen de la Virgen en el trono con Jesús en brazos; a sus pies están Sto. Domingo y Sta. Catalina de Siena.
La Virgen tiene en la mano izquierda la corona del Rosario que entrega a Sta. Catalina, mientras que el Niño Jesús, apoyado sobre su pierna izquierda, se la confía a Sto. Domingo.
En este cuadro se pueden reconocer tres grandes espacios.
* El espacio en alto, en el cual la humilde pero solemne figura de María en el trono invita a la Iglesia a postrarse ante el misterio de la Trinidad .
El espacio inferior es el de la Iglesia, el Cuerpo Místico, la familia que tiene en Jesús su cabeza, en el Espíritu su vínculo y en María su miembro eminente y su Madre.
El espacio lateral, representado por los arcos, conduce al mundo, a la historia hacia la cual la Iglesia tiene la deuda de ser “sacramento”, ofreciendo el servicio del anuncio evangélico para la construcción de una digna ciudad del hombre.
El camino que une estos espacios es el Rosario, síntesis orante de la escritura, colocada casi como fundamento a los pies del trono y que es entregado al Hijo por la Madre como camino de meditación y asimilación del Misterio.
La imagen fue entregada a Bartolo Longo por Sor Maria Concetta De Litala, del Convento del Rosariello en Porta Medina en Nápoles. A la religiosa se la había dado en custodia el Padre Alberto Radente, amigo y confesor del Beato. Para transportarla a Pompeya, Longo la dio al carretero Angelo Tortora que después de haberla envuelto en una sábana la apoyó sobre un carro de estiércol. Era el 13 de Noviembre de 1875, fecha del nacimiento de la Nueva Pompeya, que cada año se conmemora con el descenso del cuadro, el cual durante un día queda expuesto a la veneración de los fieles que encomiendan a la Virgen sus esperanzas.
Es extraordinario ver como, desde primeras horas de la mañana, miles y miles de personas de todas las edades se ponen en fila y esperan, incluso varias horas y a menudo bajo la lluvia para ver la imagen. Cuando llegó a Pompeya, el cuadro de la Virgen necesitaba ser restaurado, el trabajo fue realizado por el paisajista Guglielmo Galella. El 13 de febrero de 1876 se expuso a la veneración de los feligreses. Ese mismo día, en Nápoles, tuvo lugar el primer milagro por intercesión de la Virgen de Pompeya: la niña de doce años Clorida Lucarelli, declarada incurable, sanó completamente de terribles convulsiones epilépticas. A continuación Bartolo Longo cedió la tela al pintor napolitano Federico Maldarelli para una restauración ulterior, pidiéndole que sustituyera a Sta. Rosa por Sta. Catalina de Siena.
En 1965, se efectuó una restauración científica en el Instituto Pontificio de los Padres Benedictinos Olivetanos de Roma, durante la cual se descubrieron, bajo los colores superpuestos en las restauraciones encargadas por el beato Bartolo Longo, los colores originales de la Imagen que desvelaron la mano de un válido artista de la escuela de Luca Giordano.
En el mismo año, el 23 de Abril, la imagen fue coronada por el Papa Pablo VI en la Basílica de San Pedro.
En el 2000, para el 125º Aniversario, el cuadro estuvo 5 días en la Catedral de Nápoles, donde fue venerado por miles de fieles.
En el 2002, volvió a San Pedro, por expreso deseo del Papa Juan Pablo II, que junto a la imagen firmó la Carta Apostólica ROSARIUM VIRGINIS MARIAE, con la cual introdujo cinco nuevos misterios y proclamó el Año del Rosario.
En su segunda peregrinación a Pompeya, el 7 de Octubre del 2003, El Papa Wojtyla fue recibido sobre el palco situado delante de la Basílica por la Imagen de la Virgen de Pompeya que él tanto amaba.
Fuente: www.santuario.it
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LA LLEGADA DEL CUADRO DE LA VIRGEN DE POMPEYA
BARTOLO LONGO, Storia del Santuario di Pompei, reedición 1990, pp. 75-83.
www.santuario.it
“Los tres misioneros, y especialmente el reverendo D. Michele Gentile, a los que tocaba predicar el Rosario, habían inculcado al pueblo el rezar cada día esta oración, tan querida para la Virgen.
Al acabar esta sagrada misión, pues yo empezaba a ver cumplidas mis esperanzas, y le daba muchas gracias a Dios. Pero para establecer la costumbre de este pueblo al rezo en común de la corona, y para hacer ganar las santas Indulgencias de la Hermanadad del Rosario, me pareció indispensable exponer a la veneración un cuadro cualquiera de la Virgen del Rosario, delante al cual esa gente pudiese reunirse cada tarde para el rezo de la Corona.
Un cuadro que representase un Rosario aquí no había, menos el litográfico, que como he dicho antes, ya había regalado al viejo párroco. Pero para ser un cuadro expuesto a la veneración pública, y para poder ganar las Indulgencias, conforme está ordenado en la liturgia eclesiástica, esta debe ser una pintura al óleo. Además de que no quería que la misión acabara sin que antes fuese expuesta una imagen, para que los tres sacerdotes dejaran al pueblo, como recuerdo de la misión, que se reuniese cada tarde delante de esa sagrada imagen y rezar la corona en común. Puesto que esta era la última meta que yo anhelaba en mi pensamiento. La misión terminaba el domingo 14 de noviembre. Era, por lo tanto, necesario que yo fuese corriendo a Nápoles, para conseguir con urgencia una imagen del Rosario pintada al óleo. Y me dirigí a Nápoles la mañana del sábado, día innovidable, 13 de noviembre de ese año innolvidable, 1875. Empecé a pensar y a hablar conmigo mismo para ver a quien dirigirme para comprar el cuadro que necesitaba. Recordé que por la Calle Toledo, en la plaza del Spirito Santo, varias veces había dejado caer la mirada dentro de un taller en el cual se exponían varios cuadros y retratos al óleo, y entre otros me parecía haber visto a una Virgen del Rosario. El pintor me era desconocido, y también el nombre: pero por la añadidura que tenía, quiza por su ciudad natal de Foggia, era llamado comúnmente el Foggiano.
Así así, decidí ir. Si no hubiese sido porque me atemorizó el hecho de encontrarme en apuros por no haber regateado o pactado el precio como es costumbre en Nápoles. -¡Oh si fuese capaz de encontrar al Padre Radente! – pensé. –El sí, como napolitano, tiene las mañas para conseguir buenos precios. Pero, ¿cómo y dónde encontrar al Padre Radente? Sabía que el buen Padre desde hacía diez años, desde que fueron expulsados los Frayles de Sto. Domingo el Mayor, convivía con dos cofrades suyos, en una casa de alquiler: sabía además que el solía celebrar Misa todas las mañanas en la Iglesia del Rosario en Porta Medina. –Esta bien, – me dije: – me acercaré por Toledo: si Dios quiere, encontraré a mi amigo: de otro modo veré lo que hago.
Pero la Providencia, que con mano invisible guiaba los hilos de un acontecimiento que después sería como poco extraordinario, quiso que junto a la plaza del Spirito Santo, a poca distancia del taller del pintor, me chocara con el venerado fraile.
Este santo fraile fue el hombre que Dios me mandó en el medio de mi borrascosa vida. En otro momento diré, por gratitud, algo sobre él y sus virtudes; y como le conocí. Hoy digo solo que nos encontramos en el destierro de esta vida en 1865; y en el año 1885 nos separamos aquí abajo. Pero entre medias y precisamente en 1875, sucedió los que ahora cuento.
La intimidad, de la cual me honraba el Padre Radente, me hizo correr con el pensamiento hacia él, en el deber de comprar el cuadro, al cual, como he dicho, yo no sabía ponerle un precio justo. -¡Oh, Padre! – grité fuerte cuando le vi – por suerte os encuentro.
Y le expuse por orden todo lo que había sucedido en esos días en Pompeya, y de la llegada del Obispo de Nola (Mons. Formisano), y de la idea de edificar una Iglesia, y de establecer una Hermandad del Rosario, y, por último, del cuadro que yo quería comprar. – El estudio del Foggiano está aquí cerca: -observó el Fraile: -vamos. Y entramos juntos. Había en esa estancia terrena una tela de la Virgen del Rosario, pero sin misterios alrededor y de pequeña medida: no llegaba ni al metro. – ¿Cuánto cuesta ese cuadro? – Cuatrocientas liras. – ¡Es realmente mucho! – exclamó el Padre. Yo quizás me lo hubiera comprado; pero el Padre, amenazándome: – Vamos fuera.
Y cuando estabamos en la calle: – ¿Para qué gastar cuatrocientas liras, – añadió, – por un cuadro pequeño, cuando ahora tú tienes la intención de sufragar los gastos de una nueva iglesia? ¿Sabes que se me ha ocurrido, mientras estabamos en el taller del Foggiano? Yo di hace varios años a Sor Maria Concetta De Litala, en el Conservatorio del Rosario en Porta Medina, un viejo cuadro del Rosario, que compré a un revendedor en medio de la calle de la Sapienza. Tú ve a verlo. Si te gusta, y te parece que te pueda servir, raído como está, pídeselo a ella que te lo dará seguro. Es verdad que es un cuadro sin ningún valor: lo compré por ocho calinos (3,40): pero bastará para el rezo del Rosario a los campesinos de Pompeya.
Corriendo voy al Conservatorio de Porta Medina. – Deseo hablar con Sor Concetta De Litala, – grité desde la grada del locutorio. Poco después vi bajar la hermana, que desde hace tiempo conocía. –El Padre Maestro Radente me manda a usted, para que, si podéis me déis ese viejo cuadro de la Virgen del Rosario que él os dió. Sabed que en Pompeya los pobres ciudadanos no dicen el Rosario porque no tienen imagen; y esta tarde debo llevarla, a fin de que los misioneros la muestren al pueblo, cuando la misión acabe. Esta ferviente terciaria, que era realmente una mujer santa, hoy pasada al gozo de la vida eterna, -Estoy contenta – repitió: estoy muy contenta de que ese abandonado cuadro tenga que servir para una bonita ocasión. Voy rápido a cogerlo. Pocos minutos después veo bajar a la monja con el cuadro.
¡Ay de mí! Se me encongió el corazón al verlo. Era solo una vieja y raída tela, pero el rostro de la Virgen, más que de una Virgen benigna, toda santidad y gracia, parecía más bien el de una mujerona ruda y zafia. -¿Quién pintó este cuadro? ¡Misericordia! – no pude reprimir la exclamación con un aire de susto y desconsuelo. En mi corazón sentía que los pobres pompeyanos muy malamente se darían a la devoción mirando esa fea imagen.
Además de la deformidad y del disgutoso rostro, faltaba también sobre la cabeza de la Virgen un palmo de tela; todo el manto estaba descascarillado y roído por el tiempo y agujereado por la polilla, y por los desconchones se habían caído aquí y allá pedazos de color. Nada que decir de la fealdad de los demás personajes. Santo Domingo a la derecha no parecía un Santo, sino un vulgar idiota ; y a la izquierda había una Santa Rosa, con una cara gorda, ruda y vulgar como una campesina, coronada de rosas. Incluso el concepto histórico estaba equivocado en este cuadro. La Reina del Rosario estaba representada sentada y sin diadema en la cabeza: y en lugar de dar el Rosario a Santo Domingo, como dice la historia, lo daba a Santa Rosa: y por el contrario el Niño es el que le daba la corona al Patriarca de Guzmán. Consideré en dejarlo pasar, o llevarlo de esa guisa. Me cruzaba el pensamiento que la Misión estaba para acabar, y la misma tarde yo había prometido a los tres misioneros y al pueblo el cuadro del Rosario. Y todos sabían que yo había ido a Nápoles aposta para comprarlo, y lo esperaban a la vuelta. ¿Qué hacer? – No haga demasiadas reflexiones, – dijo con un dulce timbre de reproche la pía hermana. – Llevaos el cuadro ahora mismo: vale igual para que se rece delante de él un Ave María.
Obligado por la necesidad, pero no seguro en mi interior, consentí. ¿Pero cómo llevármelo? He aquí otro tropiezo. La medida de este, ancho un metro y alto un metro y cuarenta centímetros, excedía cajas para mandarlo de lo contrario, habiendo ya deliberado, como he dicho, llevarlo conmigo. – Pero venga, lleváoslo, – añadía santamente insistiendo la monja; ¿qué pasa si váis de pie en el vagón? ¡Llevaos a la Virgen!… Pero esta propuesta, que para realizarse exigía que yo fuese en el tren en cuarta clase, en pie, y manteniendo el cuadro, no la digería.
Alcancé a la Condesa, mi mujer, en portería; y la buena monja, encendió el rostro, casí inspirada: – Debéis llevaros este cuadro, -le dijo: – y en este momento. Y así en el carruaje lo llevamos a nuestra casa, que entonces estaba en la calle Salvator Rosa, n. 290. Pero lo difícil era hacerlo llegar esa tarde al Valle de Pompeya. Pensando en ello, me vino en mente que ese día el carretero de Pompeya, a nombre de Angelo Tortora, (el único que hacía viajes de Nápoles al Valle) tenía que ir allí con su carga. El solía recoger el estiércol de los establos de los señores de Nápoles y lo vendía en el campo.
Le mandé buscar. Angelo Tortora a esa hora había llenado ya su carro, y estaba a punto de partir hacia Pompeya. Tenía mi recado y fue a toda prisa a nuestra casa. –Angelo, – le dije: – tú me harás el favor de llevar hoy mismo a la Parroquia del Valle este cuadro, para que mañana, domingo, los Padre Misioneros puedan exponerlo en la iglesia e introducir en el pueblo para el rezo del Rosario cada tarde. Nada más llegar al Valle de Pompeya se lo entregarás a uno de los tres misioneros.
Angelo Tortora es precisamente el que compartió parte de mis fatigas durante los primeros años. Era uno de los jefes de todos los campesinos del valle, y de los más ricos. Grande en la persona, macizos los miembros y los hombros cuadrados, de voz fuerte y sonora, solía hablar siempre alto, como si hablase a los sordos. Me había servido de él varias veces para hacerme acompañar, cuando iba por los campos en busca de maiz y de algodón para mis fiestas del Rosario y para las clamorosas rifas. El montado en un banco en medio de la calle provincial, de frente a la Parroquia, bajo el bar De Fusco (la antigua taverna), con su voz sonora, sorteaba la famosa lotería y con sus rudos modos llamaba por nombre a todos los vencedores de los anillos y de los crucifijos y de los cuadritos, y distinguía uno por uno en medio de una muchedumbre repartida por el valle. Luego era él mi hombre, y no se lo hizo repetir. –Está bien, – me respondió. – Y cogió el cuadro y se fue.
Y así, mientras la imagen estaba en camino por la carretera provincial hacia Pompeya sobre el carruaje de Angelo Tortora, yo corría a la estación ferroviaria para llegar antes que él. Pero cual fue el disgusto que sentimos, cuando llegamos por la tarde al Valle de Pompeya, supimos que Tortora había llevado el cuadro, colocándolo encima del estiércol, que ya había cargado en el carro. El voluntarioso queriendo hacerme el favor, no había sabido hacer otra cosa. Incluso cuando le llamé para pagarlo no quiso el dinero, diciendo que le bastaba con haber llevado una Imagen de la Virgen. ¡Pobrecillo! Nuca habría imaginado que su nombre aparecería en esta historia, que durará tanto cuanto el Santuario de la Virgen de Pompeya. Esperemos que hoy en el cielo la Virgen Santa lo remunere de lo que hizo por su templo.
¿Quién habría creído posible que la vieja tela, pagada poco más de tres liras, y que hacía entonces su entrada en Pompeya sobre el estiércol, estaba en los designios de la Providencia enviada como instrumento de salvación de innumerables almas? ¿Y qué sería tan valiosa, de ser coronada de brillantísimos brillantes y raras gemas? ¿Y poco después sería elevada sobre un riquísimo trono en un templo monumetal erigida adrede para ella? ¿Y que tendría a sus pies no solo a los pobre ciudadanos de Pompeya para rezar el Rosario, sino a una muchedumbre de adoradores y de peregrinos de todas las naciones, convirtiéndose en un centro de religión, de civilización, de gloria? ¿Y qué llamaría la atención y el afecto del Sumo Jefe de toda la Cristiandad que lo empujo a declarar suyo el Santuario de Pompeya, haciéndolo Pontificio bajo la inmediata jurisdicción del Sucesor de Pedro?
¡Oh, si lo hubiésemos podido vaticinar nosotros!… si lo hubiesen sabido cuantos son hoy hijos predilectos de la Reina de Pompeya que corren a ofrecerle junto a las súplicas el donativo de la gratitud de Malta, de Madrid, de Liverpool, de Coblenza, de Brusela, de Varsovia, de Viena, de Blois, de Suiza, de Africa, de Oceanía, por no decir de nuestra Italia que no secunda a nadie en honrarla!
¡Oh! ¡Si hubiesemos podido adivinar ese sublime arcano! Hubieramos corrido a quitarla de ese abono: y la habríamos llevado en brazos, hubieramos querido llevarla al Valle abandonado entre una lluvia de flores y entre los osana de miles de voces que exclaman: – ¡Bendita la que es enviada por la Misericordia del Señor!”
RECONOCIMIENTOS:
El 8 de mayo de 1887, el cardenal Mónaco de la Valleta colocó a la venerada imagen una diadema de brillantes bendecida por el Papa León XIII y el 8 de mayo de 1891, se llevó a cabo la Solemne Consagración del nuevo Santuario de Pompeya, que existe actualmente.
Después de la Misión Arquidiocesana de 1960, el Padre Strita, que era encargado de celebrar el oficio de la Misa en Oro Verde, eligió como Patrona del mismo a Nuestra Señora del Rosario de Pompeya.
El día 8 de mayo se celebra la festividad mayor de Nuestra Señora del Rosario de Pompeya, llamada popularmente la "Madonna di Pompei" (la Virgen de Pompeya).
SANTUARIO:
El actual santuario fue construido con las ofrendas espontáneas de los fieles de todo el mundo. Su construcción se inició el 8 de mayo de 1876. El 8 de mayo de 1891, se llevó a cabo la Solemne Consagración del nuevo Santuario de Pompeya. El santuario fue elevado a la dignidad de Basílica Pontificia por el Papa León XIII el 4 de mayo de 1901.
En los años siguientes el santuario sobrevivió a grandes altercados, como la erupción del Vesubio en 1944 y la llegada de las tropas nazis que llegaron a amenazar con la destrucción del santuario.
El santuario fue visitado por el papa san Juan Pablo II el 21 de octubre de 1979 y el 7 de octubre de 2003, el papa Benedicto XVI también lo visitó el 19 de octubre de 2008.
El santuario es el principal santuario mariano de la región de la Campania y uno de los más importantes de Italia.
El santuario es actualmente un destino de grandes peregrinaciones religiosas, también acoge a muchos turistas fascinados por la majestuosidad de la basílica. Cada año, más de cuatro millones de personas visitan el santuario, que es por lo tanto, uno de los santuarios más visitados de Italia. En particular, el día 8 de mayo y el primer domingo de octubre, decenas de miles de peregrinos acuden a la ciudad de Pompeya, para celebrar la fiesta en honor de la Santísima Virgen del Rosario de Pompeya.