| María, peregrina en la fe | Peregrinar es avanzar a través de un camino, hacia una meta.
Nuestra vida en este mundo es sólo un paso hacia la eternidad. El Catecismo de la Iglesia Católica nos recuerda que “caminamos como peregrinos hacia la Jerusalén Celestial” (CIC, 1198) y señala que “las peregrinaciones evocan nuestro caminar por la tierra hacia el cielo” (CIC, 2691)
Para vivir así, en marcha hacia la unión definitiva con Dios, conviene que recordemos tres aspectos. Puede ayudarnos a ilustrarlo mejor la imagen de las peregrinaciones a santuarios, arraigada tradición en la Iglesia.
- Tenemos una meta definitiva: Nadie comienza una peregrinación sin saber a qué lugar se dirige. Vamos a la Basílica de Guadalupe,a Lourdes, a Fátima, al templo de Cristo Rey... Y a lo largo del camino permanece viva la ilusión de llegar a los pies del altar, entre cantos y oraciones, para presentarnos ante el Señor o ante su Madre Santísima. Del mismo modo, en nuestra vida terrena tenemos una meta: el cielo, la unión definitiva con el Señor, el abrazo eterno. Lo sabemos, lo creemos, pero en ocasiones lo olvidamos. Nos volvemos personas de miras cortas, nos preocupamos sólo por nuestra felicidad en este mundo. Ayuda mucho recordar con ilusión que nos aguarda una existencia mejor, la verdadera vida, el encuentro cara a cara con Dios.
- Es preciso caminar: las auténticas peregrinaciones tienen siempre cierto sentido de reparación y penitencia. Exigen esfuerzo, horas bajo el sol, cansancio, sed... pero todo se sobrelleva con gusto. También en nuestro recorrido hacia el cielo se puede presentar la tentación del cansancio, pero tenemos con nosotros la fuerza de Dios que se nos da sobre todo en la comunión eucarística, “pan de nuestra peregrinación, hasta el momento de la muerte” (CIC, 1392).
- Seguir el camino: conocer la dirección que debemos seguir para llegar a la feliz culminación de nuestro peregrinar. Tenemos el mejor mapa, la más segura guía: la fe. No hace falta buscar atajos, porque Dios mismo nos señala el sendero que debemos seguir. No nos promete una vía ancha y espaciosa, llena de comodidades, pero sí nos asegura que llegaremos al punto deseado.
¡Feliz la que ha creído! (Lc 1, 45)
María nos enseña a recorrer esta “peregrinación en la fe” (Lumen Gentium, 58), este camino hacia Dios.
Ella es la creyente por excelencia, la que supo fiarse de Dios, creer en su palabra. “La Anunciación es el punto de partida de donde inicia todo el camino de María hacia Dios” (Redemptoris Mater, 14). Un camino de fe que pasa por tortuosos senderos: el presagio de Simeón, “una espada te atravesará el alma” (Lc 2, 35); el exilio en Egipto y la oscuridad interior; la actitud de Jesús que se pierde en el templo a los 12 años y María no logra entender... Hasta la cruz, que será la cima de su peregrinación terrena en la fe.
Y María “guardaba todas estas cosas en su corazón” (Lc 2, 51). En lo secreto de su alma, daba a todos los sucesos y circunstancias de su vida la dimensión de la fe. En ese silencio y recogimiento interior María hallaba su fuerza y su luz, su descanso. En la oración recobraba nuevos ánimos, como el viandante que se refresca con el agua de la fuente que encuentra a su paso.
“La Iglesia, confortada por la presencia de Cristo (cf. Mt 28, 20), camina en el tiempo hacia la consumación de los siglos y va al encuentro del Señor que llega. Pero en este camino -deseo destacarlo enseguida- procede recorriendo de nuevo el itinerario realizado por la Virgen María, que avanzó en la peregrinación de la fe”. (Redemptoris Mater, 2)
Dichosa tú, Virgen María. ¡Feliz la que ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor! (Lc 1, 45). Santa Isabel, al dirigirse así a su prima, nos habla también a nosotros, como diciéndonos: ¿Queréis ser felices? ¿Buscáis la paz del alma, la realización de los anhelos más íntimos? Seguid su ejemplo. Confiad en la palabra del Señor.
Nuestra dicha está en el cumplimiento de la voluntad de Dios, en seguir sus huellas, en aceptar también los días nublados y oscuros, las espinas, los dolores. Quien emprende como María el camino de la fe, avanza con paso firme y seguro a la claridad de la luz eterna. “Que María siga guiándonos hacia Cristo y hacia el Padre, también en la noche tenebrosa del mal y en los momentos de duda, crisis, silencio y sufrimiento” (Catequesis del Papa, 21 de marzo de 2001).
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