Mater Admirabilis o Madonna del Lirio

Italia
( 20 de octubre)


En 1844 una joven francesa, Paulina Perdreau, mas tarde religiosa del Sagrado Corazón, manifestaba a la Rda. Madre de Coriolis, Superiora de la Trinidad, el deseo de “hacer venir a la Sma. Virgen” pintando su imagen en uno de los muros del claustro. El resultado fue la pintura que admiramos hoy. Se llamó “La Madonna del Lirio” (el lirio es signo de pureza también relacionado con San José) hasta el 20 de Octubre de 1846, día en que el Papa Pío IX, al visitar el monasterio y viendo la imagen exclamó: “Verdaderamente es Mater Admirabilis”, título que ostenta hasta este día.


El Monasterio de la Trinidad del Monte, Roma fue fundado en el siglo XV por San Francisco de Paula, General de la Orden de los Mínimos. En 1828 se le entregó a las Religiosas del Sagrado Corazón, de acuerdo a los deseos del Papa León XII. La Trinidad del Monte se convirtió en centro de irradiación de la devoción al Sagrado Corazón de Jesús, en santuario mariano y centro educación para la juventud.

LA HISTORIA

La via Condoti, una de las más aristocráticas de la Roma papalina, une la via del Corso con la piazza di Spagna. Allí, en el medio de la calzada, la fontana della Barcaccia -la barcaza-, interesante, por ser obra del padre del gran maestro Gian Lorenzo Bernini. Y de allí, hacia lo alto, la gran escalinata della Trinità dei Monti, una de las escenografías más pintorescas y movidas de la ciudad settecentesca, construida en travertino por Francesco de Sanctis, cuarenta años antes del Café Greco, y regalada al Papa por el embajador de Francia. Por eso está adornada, en sus balaustradas, con los lises de Francia y las águilas de los Conti. Inocencio XIII era, efectivamente, un Conti.

En lo alto de la empinada escalinata, domina la iglesia Trinità dei Monti, con la espléndida fachada del Maderno, el mismo que hizo la de San Pedro. Es una de las iglesias francesas de Roma, hecha construir por Luis XII y, cuando devastada por la ocupación napoleónica, mandada reconstruir luego por Luis XVIII. A pesar de que hay tanta obra francesa, la plaza se llama di Spagna, porque a uno de los lados se levanta, desde el siglo XVII, la embajada de España.

Estamos en Mayo de 1844, asoman los primeros calores de lo que será el verano romano y las religiosas, como lo hacen todas las primaveras, dejan la calurosa sala común donde se juntan a coser en las recreaciones y pasan a ocupar un fresco corredor que da, en el primer piso, al claustro de la iglesia. Contra uno de los nichos del corredor se sienta la madre superiora con su canasta de labores a los pies. A sus costados y en frente, las hermanas. El mes de mayo está en Roma dedicado a la santísima Virgen. Mientras cosen, las hermanas hablan de Ella.

Pero la superiora, la Reverenda Madre De Coriolis, es llamada frecuentemente al locutorio: tiene que atender los asuntos oficiales del convento, y las visitas de los prelados y nobles que la solicitan. Las hermanas extrañan sus ausencias y, de pronto, un día, una de ellas exclama: “¡Ah, si la santísima Virgen se dignara ella misma a venir presidir nuestra recreación!”.

A una postulante le queda bailando la idea en la cabeza. Es una francesita de la catolicísima y heroica región de la Vendée, donde todavía las mujeres aprendían desde temprano a hilar con la rueca y el huso. Y la postulante recordaba que su abuela Jacqueline, paisana robusta y cristianísima, cuando ella pequeñita se cansaba de esa tarea, le decía, para alentarla: “¡vamos, vamos, ven conmigo al templo de Jerusalén, allí encontraremos a la virgen María, tan jovencita como vos, hilando e hilando sin descansar..!” Y ella se la imaginaba, la pobrecita, a María silenciosa y laboriosa, rodeada de estrellas, hilando e hilando… y entonces redoblaba sus fuerzas, y la abuela Jacqueline la premiaba con una sonrisa.

Y de pronto -ahora es postulante, las hermanas le han descubierto talento artístico y está estudiando pintura- se le ocurre la idea de representar a la Virgen sobre la pared, en el templo de Jerusalén, como la imaginaba de pequeña, reemplazando a la madre De Coriolis, con la misma canasta de labores de la superiora a los pies, un libro en ella simbolizando la meditación y el estudio, y el huso en la mano y la rueca a su izquierda, simbolizando la laboriosidad, el trabajo hogareño; vestida de paisana de la Vandée.

“¡Yo, yo la puedo hacer venir a la Virgen!” exclama alegremente. Y tan pronto lo ha hecho se arrepiente, porque solo sabe aún pintar al óleo y, para la pared, se necesita el fresco: es decir, mezclar los colores con cal, agua y polvo de mármol y aplicarlos mientras están húmedos, ‘frescos’, -de allí su nombre- y, luego, esperar a que se sequen. Allí es cuando recién toma el dibujo su color definitivo. Es una técnica muy difícil, porque no admite retoque; como la de los colores cerámicos, que cambian totalmente después de hornearlos. Pero las hermanas aplauden y aceptan su idea. Ya es tarde para retroceder.

La madre superiora no quiere, al principio, dar autorización a la novata. Le va a arruinar la pared. Pero finalmente accede. Su profesor de pintura Monsieur Matz se ofende: ¡cómo se atreve a hacer un fresco cuando todavía no ha aprendido -según él- ni a dibujar! Y la abandona a su suerte.

Mientras trabaja, pues, solo recibe consejos del albañil que le prepara la mezcla. Comienza su tarea el 1 de Junio de 1844. Y, a medida que el trabajo avanza, la desaprobación de la madre y el horror silencioso de las hermanas se acentúa. Está surgiendo un mamarracho, un relleno de colorinches chillones casi ofensivos a la vista.

Claro, mientras se trabaja con la cal húmeda, los colores se avivan, como los de un género estampado en el agua. Hay que esperar, veinte, treinta días, para que al secarse tome su aspecto definitivo. Pero las hermanas no lo saben y se estremecen de espanto y de lástima por la hermanita Pauline Perdreau -que así se llama nuestra postulante, nuestra novel artista-. ¡De ésta seguro que la echan del convento o no le dan un pincel más en la vida!

Un día el fresco está terminado. Pauline, para evitar esas miradas de pena y esos santiguarses de las que pasan por el corredor, lo cubre con un lienzo. El único que la alienta es el albañil: “Non si preocuppi, Signora, ¡superbo, fior di fresco, un gioiello!, Lei vedrà!”.

Pero Pauline sufre. Cada tanto, levanta el velo y echa una ojeada. Y poco a poco se reanima: día a día los colores se van aclarando… Pauline se regocija, pero conserva su secreto. A los quince días pide permiso a la madre para no dejar pasar a nadie por el corredor, desclava el velo y pinta el dorado de las estrellas y la aureola que rodean la cabeza de la Virgen. El color dorado hay que aplicarlo en caliente, y el olor de la marmita en que hierve el mejunje llena de un hedor almizclado repugnante todo el convento; además, el brasero donde lo calienta se incendia… “Solo eso faltaba a ese pobre fresco”, dicen las hermanas. El humo pestilente invade hasta la celda de la Madre que, descompuesta, tiene que irse a Villa Lante, otro convento. Pero en tres horas todo está terminado.

Una hermana lega que viene a ayudarla a limpiar el enchastre que había hecho en el corredor, se queda arrobada frente a la imagen, y cada vez que pasa frente a ella exclama: “¡Quant’è bella!”

Y así a los pocos días cuando la madre superiora, ya repuesta, vuelve de Villa Lante, se la recibe con una gran fiesta y también ella descubre con alegría la sencilla belleza de la pintura de su postulante y se siente contenta de que su canasto de labores sea igual al de la Virgen. Ya no quiere ocupar su viejo lugar, se lo deja a la Virgen y ella se coloca en frente, dejando a María presidir siempre la recreación. La “Madonna del giglio”, la llaman al comienzo, por el lirio que tiene pintado a su derecha, simbolizando la pureza mariana.

Pero Pauline no verá nunca más su pintura, al poco tiempo la trasladan de convento y ya no volverá a Roma. Dos años después, a una religiosa exilada de Francia que, terriblemente apenada y cuitada, reza frente a la imagen, se le desprende el crucifijo que lleva al cuello y cae al pie de la Virgen. “Aquí acaban tus cruces”, piensa. Y, efectivamente, desde ese día recibe consuelo y fortaleza. Empieza a llamarla Mater Admirabilis, Madre Admirable, y ese es el nombre que finalmente le queda.

El 20 de Octubre de 1846, su santidad el papa Pío IX llega a visitar el convento por primera vez desde su ascenso al pontificado y, al pasar ante la imagen, se queda mirándola, se arrodilla y reza largamente. Después se levanta y alaba la pureza, el candor, la amable simplicidad de la imagen. María, en el templo, a los doce años, le parece un tema tan piadoso y nuevo que concede, a perpetuidad, 300 días de indulgencia a todos los que ante esa imagen recen tres avemarías y, tres veces: “Madre Admirable, ruega por nosotros.”

Ese día 20 de Octubre, el de la visita del Papa, quedará -cuando la devoción a la imagen se extienda- como fecha de esta advocación. La devoción se extiende por todos los conventos y colegios del sagrado Corazón.

MILAGROS DE LA IMAGEN

Los milagros empezaron en Noviembre del mismo año con la curación de Monseñor Blampin, Misionero de la Congregación del Corazón de María. Recobró su voz totalmente perdida. El 20 de Octubre de 1849, el Santuario fue enriquecido con indulgencias y se autorizó el celebrar en esa fecha cada año la fiesta de Mater Admirabilis.

Una de las gracias mas especiales que allí se reciben es un llamamiento a la vida interior. Junto a la Virgen, las palabras de la salutación angélica adquieren toda su plenitud: “Ave, gratia plena, Dominus tecum”.

Entre los peregrinos a la capilla se encuentran muchos santos, entre ellos, Sta. Magdalena Sofía Barat, fundadora de la Sociedad del Sagrado Corazón; San Juan Bosco, Santa Teresa del Niño Jesús, San Pío X, San Vicente Pallotti y Don Orione. El Papa Pío IX con mucha frecuencia confiaba a Mater Admirabilis los asuntos de su Pontificado

La imagen representa a María adolescente, cuando mediante la oración, el estudio, el trabajo y la pureza, se forma, en el templo de Jerusalén, para su sublime misión. La oración está simbolizada por los ojos bajos y meditativos de la Virgen y el panorama de praderas y de cielo que se abre a sus espaldas; el estudio, por el libro abierto que yace sobre su canasto de costura; el trabajo, por el huso que sostiene en su mano; la pureza, por el lirio que se yergue a su costado.

Madre Admirable es la patrona de cualquiera que quiera crecer en su fe y su vida interior. También de los estudiantes; de los padres que buscan ayuda para la formación de sus hijos; de los docentes…

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Mater admirabilis
Fuente: http://forosdelavirgen.org/