¡A María le debo tanto!

Autor: N/A
Mi vida entera ha estado arropada por su manto amoroso y maternal.


Hablar de María constituye un motivo de gran alegría y satisfacción, porque es hablar de alguien a quien amo profundamente y que ha estado siempre presente en mi vida con su amor de madre, especialmente en los momentos más dolorosos. ¡A María le debo tanto! No puedo olvidar que fue Ella quien me alcanzó la vocación sacerdotal en un lejano día de mayo, cuando estaba apenas estrenando mis catorce años; fue Ella quien recibió mi ordenación sacerdotal en el Tepeyac; fue Ella quien me hizo inclinar la cabeza con el ejemplo de su «fiat» incondicional el día de la Encarnación. Ella ha protegido siempre desde sus primeros pasos esta obra suya y me ha acompañado al pie de la cruz de mi vida de fundador, como luz y fuente de inquebrantable esperanza. En fin, en toda esta dura jornada de la vida he tenido muy cerquita de mí a María, mi dulce Madre del cielo, ¡qué gentil pero firme pastora que ha sabido guiar mis pasos! Desde temprana edad el Espíritu Santo me hizo percibir la belleza moral de María; la estimé contemplándola en el instante de la Encarnación del Verbo, como la creatura más excelsa, la más hermosa y la mejor adornada de todas las virtudes; su «fiat» amoroso e incondicional fue para mí la síntesis más perfecta de una creatura en relación con su Creador. Este «fiat» ha sido el faro que ha guiado mi vida en mi caminar cotidiano hacia la meta eterna señalada por mi Señor. Fue tan entrañable esta percepción de María, que me pareció la mejor explicación de por qué era madre mía, madre de mi vocación y de mi futuro sacerdocio. Me he sentido siempre inmensamente orgulloso de tener una madre así y, por tanto, en mi alma quedó anclada una necesidad vital de acudir a Ella contra los peligros de mi fe, para confortarme ante las dificultades y para alimentarme perennemente de la sencillez y sublimidad de su testimonio. El Señor me concedió la gracia de discernir, desde mi primera juventud, entre devoción y devociones; y por eso comprendí que la verdadera devoción a María no podría ser más que la imitación esforzada de sus virtudes, puesto que un hijo se manifiesta más cercano a su madre cuanto más se parece a ella, en su pensar, en su querer y en su hacer. Si la Santísima Virgen es el modelo más acabado de amor a Jesucristo, de dedicación apasionada a su servicio, de colaboración leal a su obra redentora, mi ideal de cristiano y sacerdote no debería ser diferente. Estoy convencido por propia experiencia de que cuando María toma posesión de un alma, de una vocación consagrada o sacerdotal, de una familia o proyecto personal de perfección espiritual, es muy difícil que el demonio pueda arrebatarla, pues donde está Ella, está el mejor escudo para defendernos de las asechanzas de Satanás. Además, sé que aquello que le pido con sencillez y espontaneidad, sin poesías ni falsos misticismos, me lo alcanza de Dios y palpo sensiblemente su auxilio y protección. ¡María! Mi vida entera ha estado arropada por su manto amoroso y maternal, su abrazo y su calor de Madre se han grabado como un sello en mi corazón.