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¿No estoy aquí que soy tu Madre? |
A TODOS LOS SACERDOTES Y FIELES DE LA ARQUIDIÓCESIS DE MÉXICO, Y A TODOS LOS MEXICANOS DE BUENA VOLUNTAD
Un servidor de todos Ustedes, Trigésimo Cuarto sucesor del Arzobispo Zumárraga, con profundo interés y sensibilidad he seguido, participado y compartido, como todos Ustedes, las últimas difusiones de los medios de comunicación, según algunas de las cuales, y parafraseando al Nican Mopohua, resultaría que a nuestro Pueblo "nomás le hemos contado mentiras, que nada más inventamos lo que le hemos siempre dicho, que sólo lo soñamos o imaginamos" (.- Ibidem, v. 86.), que la Aparición de Nuestra Madre Santísima de Guadalupe no fue real, que no es, por tanto, verdadera su peculiar presencia entre nosotros a través de la milagrosa Imagen que para dicha nuestra conservamos...
Agradezco a muchísimos de Ustedes que, con toda razón y derecho, me han interpelado pidiendo un pronunciamiento claro y explícito como Arzobispo de México, y quiero hacerlo ahora con toda la fuerza que me permitan el Señor y nuestra Madre Santísima; pero también con toda la objetividad y caridad que Ellos mismos demandan de toda relación o discrepancia entre nosotros sus hijos.
Yo, como millones de mis hermanos, me he sentido lastimado en mi sensibilidad de hijo y de mexicano; no en mi fe de católico, porque de ninguna manera me considero insultado o agredido porque otros hermanos míos se hayan servido de su derecho a discrepar en un punto en el que todos gozamos de plena libertad de conciencia para creer o no creer, según las razones que se nos expongan. Ruego, pues, me permitan exponerles una y otras, tanto mi sensibilidad como mis razones:
En cuanto a lo primero, a mis sentimientos de hijo y de mexicano, agradezco a la Providencia poder proclamar que creo que María, la doncella de Nazaret, la esposa de José el carpintero, permaneciendo siempre Virgen, concibió por obra del Espíritu Santo y dio a luz a su Hijo unigénito, Quien es inseparablemente, -("hipostáticamente")-, Hijo eterno del Padre, Dios de Dios, luz de luz, Dios verdadero de Dios verdadero; que es por tanto Ella, verdadera Madre de Dios y Madre nuestra. Así mismo creo, amo y profeso con todas las veras de mi alma que Ella es, en un sentido personal y especialísimo, Reina y Madre de nuestra Patria mestiza, que vino en persona a nuestro suelo de México, a pedirnos un templo para ahí "mostrárnoslo, ensalzarlo, ponérnoslo de manifiesto, dárnoslo a las gentes en todo su Amor, que es Él, el que es su mirada compasiva, su auxilio, su salvación, porque en verdad Ella se honra en ser nuestra Madre compasiva, nuestra y de todos los hombres que en esta tierra estemos en uno, y de todas las demás variadas estirpes de hombres" (.- Ibidem, vv. 27-31.), no para quitarnos las penas y problemas que nos templan, porque todos los que deseemos ir en pos de su Hijo hemos de "tomar su cruz y seguirlo" (.- Mt. 16, 24, Mc. 8, 34.); pero siempre contando con que cuando quiera que "estemos fatigados y agobiados por la carga, Ella, a la par de Él, nos aliviará, pues su yugo es suave y su carga ligera" (.-Mt. 11, 28.), y para eso Ella ruega que le permitamos "escuchar nuestro llanto, nuestra tristeza, para remediar, para curar, todas nuestras diferentes penas, nuestras miserias, nuestros dolores." (.- Nican Mopohua, v. 32.).
Comprendo y compadezco a todos aquellos de mis hermanos que no comparten esta seguridad. Y los compadezco no porque yo me crea bueno y mucho menos porque los considere inferiores o menos ilustrados, sino porque en verdad me duele que no disfruten de algo tan bello, tan maravilloso, del poder gozar la ilimitada seguridad y felicidad que brinda saber que, aun en nuestros peores dramas, "es nada lo que nos espanta, lo que nos aflige, que nuestro corazón no tiene por qué temer enfermedades, ni cosa punzante, aflictiva." (.- Nican Mopohua, v. 118.). En verdad, Hermanos míos todos, "si pudieran conocer el don de Dios" (.- Jn. 4, 10.), y sé que de alguna manera lo conocen los millones de peregrinos del Tepeyac, cuán grata es la dicha de vivir su Amor expresado y entregado en el Amor de su Madre, que nos dice: "¿No estoy yo aquí que soy tu Madre? ¿No estás bajo mi sombra y resguardo? ¿No soy la fuente de tu alegría? ¿No estás en el hueco de mi manto, en el cruce de mis brazos? ¿Qué más puedes querer?" (.- Nican Mopohua, v. 119.). Este amor de Madre nos impulsa, nos transforma, nos hace crecer, nos hace profundizar en nuestra fe, nos lleva a buscar el progreso de nuestra Patria por caminos de justicia y de paz y nos hace disfrutar nuestros logros aunque estos sean pequeños.
Su servidor tiene esa dicha, al igual que la inmensa mayoría de mis hermanos mexicanos, de experimentar este sentimiento de amor a mi Madre Santísima, en esta bendita advocación suya de Guadalupe, con tanta firmeza, con tan inconmovible seguridad filial, que no necesitaría de ningunas otras razones para así por siempre amarla y venerarla... pero le agradezco también que nos haya dejado suficientísimas pruebas, sólidas y seguras y, al mismo tiempo, ninguna tan evidente que nos despoje de "la dicha de aquellos que no vieron, pero creyeron." (.- Jn. 20, 29.).
Esa fe es un don, un don que no está en mi mano otorgar a nadie, sino sólo pedirlo al Padre de las Luces, como lo pido de corazón para todos mis hermanos. Lo que puedo hacer, y hago ahora con fraternal esperanza, es compartir mis razones con todo el que desee escucharme, aunque reconociendo que la diáfana claridad con que las vemos los creyentes es también un don que nos proporciona esa misma fe. Y mis razones son las normales, las usuales de nuestra seguridad de que realmente sucedió un evento pretérito, es decir: la tradición, los documentos, los hechos que tachonan y constituyen nuestra Historia. Quien se compenetra, con la profundidad que ya se ha hecho, de esa historia nuestra, no puede menos de preguntarse: ¿Cómo podríamos existir nosotros si su amor de Madre no hubiera reconciliado y unido el antagonismo de nuestros padres españoles e indios? ¿Cómo hubieran podido nuestros ancestros indios aceptar a Cristo, si Ella no les hubiera complementado lo que les predicaban los misioneros, explicándoles en forma magistralmente adaptada a su mente y cultura, que Ella, "la Madre de su verdaderísimo Dios por Quien se vive, del Creador de las Personas, el Dueño de la cercanía y de la inmediación, del Cielo y de la Tierra" (.- Ibidem, v. 33.), era también "la perfecta Virgen, la amable, maravillosa Madre de Nuestro Salvador, Nuestro Señor Jesucristo?" (.- Ibidem, v. 75.). Esos testimonios, están ahora reforzados mejor que nunca, puesto que, durante años, muchos de los mejores talentos de la Iglesia, severos profesionales de la Historia y de la Teología, los examinaron, discutieron, juzgaron y aprobaron con motivo del Proceso de Canonización de Juan Diego, y porque, en base a eso, el Santo Padre en persona lo refrendó. Y este Proceso no sólo vino a confirmarnos lo que ya sabíamos, sino nos aportó nuevos y sorprendentes datos que empezamos apenas a conocer.
Estos conocimientos, tan novedosos algunos que están todavía muy poco difundidos, aun entre nosotros los sacerdotes mexicanos, no son exclusividad esotérica de pocos iniciados; están a disposición de todo el que se aboque al esfuerzo de estudiarlos. Si alguien se acreditara como serio investigador, y deseara examinar directamente en Roma todo el voluminoso expediente, puede contar con mi recomendación; pero no hace ninguna falta: Ya, con este motivo, han ido saliendo de la imprenta varios libros, que están al alcance de todos y que no temo recomendar como serios y sólidos, que resumen y difunden lo que se hizo, cómo se hizo y lo mucho valioso e inesperado que se descubrió. En nuestra Universidad Pontificia, de la que me cabe el honor y la responsabilidad de ser Vice Gran Canciller, se imparte un curso anual sobre este tema, al que es bienvenido todo aquel que esté genuinamente interesado.
En papel aparte cuidaré de que se les amplíen estos datos, pero ruego me sea permitido dejarles consignado esto mismo que aquí he expuesto, repitiéndolo en la forma que mi corazón de mexicano, de hijo, de hermano, de padre Arzobispo sucesor de Zumárraga, más vivamente siente que puede entregarles todo cuanto soy y deseo compartirles: mis sentimientos, mis convicciones, mis razones, mis anhelos... en una palabra: mi plegaria con todos Ustedes y por todos Ustedes a nuestra Madre Santísima:
"¡Dueña mía, Señora, Reina, Dueña de mi corazón, mi Virgencita!" (.- Nican Mopohua, v. 50.) Yo, "tu pobre macehual... cola y ala, mecapal y parihuela" (.- Ibidem, v. 55.), pero a quien tu misericordia confió el cuidado de tu bendita Imagen y el gobierno de esta porción tan amada de tus hijos, vengo "para hacerte saber, Muchachita mía, que está muy grave tu amado pueblo, una gran pena se le ha asentado" (.- Ibidem, vv. 111-12.); que entre las muchas crisis con las que el amor de tu Hijo divino desea purificarnos, se ha inquietado ahora porque ha creído oír que quizá tu Aparición no fue real, que quizá no sea verdadera tu presencia milagrosa entre nosotros, que quizá no existió tu elegido, Juan Diego, por quien quisiste llegar a nosotros los moradores de estas tierras.
No vengo, sin embargo, Señora y Niña mía, a quejarme de nada ni de nadie. Muy al contrario, vengo a agradecerte, en nombre de mis hermanos y mío, este maravilloso favor que nos otorgas de poder clamar con todo el vigor de nuestro corazón de hijos, que no sólo creemos en Ti y te veneramos como Madre de Dios y nuestra, sino como Reina y Madre de nuestra Patria mestiza; que por supuesto que es real que Tú viniste a este suelo tuyo para "ser en verdad nuestra Madre compasiva, nuestra y de todos los que en esta tierra estamos en uno, y de las demás variadas estirpes de hombres, los que te amamos, los que te buscamos, los que tenemos el privilegio de confiar en ti..." (.- Ibidem, vv. 29-31.).
Permite, pues, mi Muchachita, mi Virgencita bienamada, que a través de mi boca resuene la voz de todo mi Pueblo, dándote mil gracias por ser todo lo que eres. Permite que me escuchen todos mis hermanos, que resuenen nuestras nieves y montañas, nuestras selvas y bosques, lagos y desiertos con el eco de mi palabra, proclamando que Yo, tu pobre macehual pero también custodio de tu Imagen y por ello portavoz de tus hijos todos, creo, he creído desde que tu Amor me dio el ser a través del de mis padres, y, con tu misericordia espero defender y creer hasta mi muerte en tus Apariciones en este monte bendito, tu Tepeyac, que ahora has querido poner bajo mi custodia espiritual; que, junto con mis hermanos, las creo, las amo y las proclamo tan reales y presentes como los peñascos de nuestros montes, como la vastedad de nuestros mares, más aún, mucho más que ellos, pues "ellos pasarán, pero tus palabras de Amor no pasarán jamás" (.- Mc. 13, 31; Luc. 21, 33, Mat. 24, 35.).
Esta proclamación que te agradezco me concedas hacerte, no es un favor que te hago, es un don tuyo, pues "nadie puede siquiera llamar a tu Hijo ¡Señor! si no es por el Espíritu Santo" (.- Cor. 12, 3.), y por ello, ¡Mil Gracias, Madre amadísima e Hijita nuestra la más pequeña!; Gracias por este privilegio de poder creer!;
¡Gracias porque esta fe que nos regalas puede ser al mismo tiempo ciega e ilustrada! ¡Gracias por habernos dado tantas pruebas de tu venida a nuestro Tepeyac, y porque ninguna de ellas sea tan evidente que nos despoje del poder tributarte esa fe filial nuestra (.- Cfr. Jn. 20, 29.); pero gracias también de que sí podamos ver tu imagen amadísima! "¡Sabemos a Quién hemos creído!" (.- 2 Tim., 1, 12.). "¡Le hemos creído al Amor... al Amor que nos amó primero!" ( .- 1 Jn., 4, 16; 4, 10.);
¡Gracias por Juan Diego, a quien nos honramos en reconocer, como a tu antepasado Abraham, por "nuestro verdadero padre en la Fe"; ¡Gracias por la fe de él, que deseamos hacer siempre nuestra, tan grande que Tú lo proclamaste "tu embajador, en quien absolutamente depositaste tu confianza" (.- Nican Mopohua, v. 139.)!;
¡Gracias por la desconfianza de mi venerado antecesor Zumárraga, que te brindó ocasión de darnos tus flores y tu imagen, y gracias por la confianza férrea que me concedes hoy a mí, su sucesor, para poder compartirla con todos mis hermanos!;
¡Gracias por esas flores que hiciste brotar en nuestro suelo, helado y árido entonces, que tan elocuentes fueron para nuestros padres indios!;
¡Gracias por el primer milagro con que Tú, Salud de los enfermos, favoreciste a Juan Bernardino y sigues favoreciendo a todos los enfermos y afligidos; gracias por tu nombre de Guadalupe, con el que le pediste que te invocáramos, pues con él los hermanaste con nuestros padres españoles, que así te invocaban siglos hacía en tu santuario de los montes de su Extremadura!;
¡Gracias por haber inspirado a tu hijo Valeriano el legarnos el bellísimo relato de tu venida a nuestro suelo, tan exquisito y profundo que apenas ahora empezamos a comprenderlo!;
¡Gracias por todas las menciones que tus hijos, nuestros padres indios, dejaron en sus códices y anales; gracias por las dudas, titubeos y aun choques que consignaron nuestros padres españoles!;
!Gracias por todos los escritos que inspiraste durante todo el tiempo que formamos parte política de la España; gracias por las investigaciones que se efectuaron respecto a tu presencia; gracias por los siglos que nos has permitido rendirte nuestro amor en tu "casita sagrada" del Tepeyac!;
¡Gracias por las dudas que, siglos después, permitiste surgieran de tu llegada a nosotros, que nos permitieron corroborar aun más firmemente la verdad histórica de ese don de tu amor; gracias por las intrigas en torno a tu Coronación, hace un siglo, que hicieron que Roma te estudiara y proclamara oficialmente su aprobación!;
!Gracias por haber inspirado y ayudado a mi amado antecesor, el Cardenal Corripio, a incoar la Causa para examinar y probar la realidad, la Santidad y el amor con que nosotros, tu Pueblo, hemos siempre venerado a Juan Diego, "tu embajador, muy digno de confianza"!;
¡Gracias por la profesión de amor y de fe que han hecho mis hermanos Obispos a nombre de todo el Pueblo Mexicano y en unión con Juan Pablo II quien devota y continuamente te invoca y te venera!;
¡Gracias por el escrupuloso cuidado que puso Roma en investigarlo; gracias por los obstáculos y objeciones que la responsabilidad de nuestros hermanos quiso aportar; gracias por la luz con que pudieron ser resueltos!;
¡Gracias por las incontables horas de trabajo en el proceso; gracias por los miles de actas en que se consignó la deposición de todos los que intervinieron, tanto en pro como en contra; gracias por las montañas de libros y documentos que pudieron revisarse; gracias por los oficiales de la Congregación de los Santos que tanto cuidaron, examinaron, objetaron y exigieron; gracias por los Consultores Historiadores y Teólogos, que tantas horas gastaron en revisar todo lo actuado; gracias por la Comisión de Cardenales que dio su aprobación final; gracias por la aceptación de tu hijo Juan Pablo, que nos honró viniendo en persona a publicarla; gracias por el privilegio que nos otorgó de no sólo declararlo Beato, sino de aceptar y endosar la veneración que siempre le tuvimos...!
¡Gracias por tantos nuevos y asombrosos conocimientos que nos has otorgado descubrir! ¡Gracias por la libertad que nos otorgas a tus hijos para creer y para no creer en tu Aparición; gracias por la honestidad de los que no creen, y gracias por tu generosidad en concedernos creer a todos los que te invocamos con tu nombre dulcísimo de Guadalupe!
¡Gracias por los trabajos de construcción y mantenimiento de tu nuevo Santuario que por tantos años ha querido encabezar el Señor Abad de la Basílica y gracias por su disponibilidad y obediencia que le ha ofrecido al Obispo a quien Tú encomendaste la custodia de tu imagen!;
¡Gracias por las reacciones tan maravillosas de fe que han tenido tus hijos y también aquellos que sin compartir nuestra fe tienen profundo respeto a nuestra historia, a nuestra cultura y a nuestra identidad. Pero también gracias porque estos acontecimientos han desenmascarado a aquellos que quisieran vernos divididos, sin fe y sin esperanza, sin símbolos patrios y en camino de absorción por otras culturas y otros poderes!;
Permite, pues, que mi corazón en amarte eternamente se ocupe, y mi lengua en alabarte, ¡Madre mía de Guadalupe! ¡Dueña mía, Señora, Reina, Dueña de mi corazón, mi Virgencita! haz que nunca angustie yo con duda alguna tu rostro, tu corazón; que con todo gusto vaya siempre a poner por obra tu aliento, tu palabra, que de ninguna manera lo deje jamás de hacer ni estime por molesto el camino" (.- V. 63.), que sea siempre un fiel custodio de tu templo y de tu Imagen; que sea "tu querer, tu voluntad" que podamos ver pronto canonizado a tu "xocoyotito, al más pequeño de tus hijos" Juan Diego; que mi pobre vida, mi obra, y -si "por ventura llegara a ser digno, ser merecedor" (.- Ibidem, v. 9.) de testimonio tan excelso- también mi sangre, sean una proclamación del rendido amor y fe que te profesamos y profesaremos siempre "los más pequeños de tus hijos", tus hijos mexicanos.
+ NORBERTO RIVERA C.
ARZOBISPO PRIMADO DE MÉXICO
México - Tenochtitlan, Domingo 2 de junio de 1996, Solemnidad de la Santísima Trinidad.