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La piedad de María |
El “Magnificat” es sin duda la oración por excelencia de María. Además de ser relativamente larga, tiene un contenido espiritual muy grande. Refleja en gran medida la piedad de María.
Para María orar no es sólo un asunto personal entre ella y Dios. María se siente como parte integrante de un gran pueblo, el pueblo de Dios. Ella está muy imbuída de la esperanza de Abraham, pues Dios iba a bendecir a todas las naciones a través del pueblo de Israel.
María no contemplaba el hecho de que iba a ser la madre del Mesías como un triunfo personal, sino como un triunfo de su pueblo. No sólo ella se quedaba fecunda, sino también el mismo pueblo mesiánico: estaba a punto de dar al Salvador al mundo.
La oración cristiana verdadera siempre implica esta dimensión de pueblo. Basta pensar en la oración cristiana por excelencia, que es la Misa. Es la oración de todo el Cuerpo Místico de Cristo junto con cada uno de sus miembros en particular que asisten a la Misa.
Otra cosa que impresiona sobre la piedad de la Virgen es el hecho de que está basada en la verdad sobre Dios y sobre el hombre. Si el hombre tiene algo de grandeza todo se debe al don de Dios. Parece ser que para María todo fue don de Dios, porque el hecho de que “todas las generaciones iban a llamarle bienaventurada” se debía a otro hecho: “Él ha mirado la humildad de su esclava”.
Podemos imaginar la tranquilidad del alma de María que no sentía ninguna necesidad de afirmarse delante de Dios. Ella vivía tranquila porque se sentía como una gota de agua delante de su Creador: Él la penetraba totalmente con su luz.
Esta actitud de María es tanto más maravillosa si uno presupone que ella es una adolescente o que apenas está saliendo de la adolescencia, que se caracteriza por la inseguridad que siente cada persona humana en esa etapa de la vida. Este deseo de afirmación de la propia personalidad lleva a algunos a situaciones extremas como ser exótico en la manera de vestir, de llevar el pelo, de hablar...Todo esto muestra que están en crisis. Seguramente María sintió la crisis natural de su edad, pero supo resolverla a través de una jerarquía de valores, reconociendo a Dios como su Señor y a ella misma como su criatura.